En el blog «El
Parte del Torrero», entrada del 25 diciembre 2013, bajo el título «Más sobre el
Glossarium», se hace una larga cita
casi desconocida de un texto de Carl Schmitt. El jurista alemán comienza
ocupándose del curioso caso del poeta francés Robert Brasillach, quien, en los
preparativos de su fusilamiento, mantuvo un diálogo conciliatorio con el fiscal
que lo había mandado al patíbulo, M. Reboul, que concluyó con un apretón de
manos.
Hoy se cumplen 69
años de ese drama. El 6 febrero 1945, cerca de las once de la mañana, quien fue
uno de los más grandes poetas franceses del siglo XX, y aun de todos los
tiempos, cayó bajo las balas de un pelotón fusilador en el fuerte de Montrouge,
en las afueras de París. Poco antes, había sido condenado por un jurado
compuesto por resistentes, por «inteligencia con el enemigo», en un juicio que
duró menos de cinco horas. Reboul había sido el acusador.
El defensor fue
M. Jacques Isorni, quien durante la ocupación alemana había sido abogado de
resistentes y, después de la Liberación, lo fue de colaboradores. Él lo explicaría con problemática sencillez: «Siempre estuve del lado de los prisioneros.
Éstos cambiaron después de la Liberación. Yo continué en el mismo lado». Ética
profesional francamente difícil de encontrar en nuestro país, donde el
maniqueísmo es regla aun en los desempeños profesionales más nobles. Pero que en Francia se dio con muchos, desde
M. Tixier -Vignancour hasta el recientemente fallecido Jacques Vergès.
Posteriormente, Isorni se desempeñaría también como defensor del Mariscal
Pétain, con mejor suerte, ya que éste zafó de la pena capital.
En cambio, M.
Reboul ya era fiscal durante el gobierno del Mariscal y, como tal, se cansó de
enviar al cadalso a resistentes, sobre todo comunistas. Con buen criterio,
acorde con una tendencia que ha tipificado
el investigador noruego Jon Elster en su estudio «Rendiciones de Cuentas», la
Liberación usó a estos funcionarios para perseguir a los «colabos», sin preocuparse por cambiar la Justicia. Conocía a los hombres, sobre todo a los jueces. Parafraseando a su colega
Isorni, Reboul podría haber dicho «Siempre estuve del lado de los
perseguidores»: Con la conciencia tranquila, el bolsillo ocupado y el puño
inflexible; aunque ocasionalmente lo
abriera para estrechar la mano a alguno de sus perseguidos. El Poder Judicial
no suele ser fértil para los heroicos.
En definitiva,
Brasillach fue condenado por haber opinado distinto que sus juzgadores. Jamás
mató a nadie ni realizó ningún acto de colaboración; aunque sí pidió la cabeza
de muchos, acusándolos precisamente de tibieza frente al enemigo: por caso, al
exPremier León Blum. Lo curioso es que éste no fue ejecutado, ni por el
petainismo ni por los alemanes, y sobrevivió a la guerra.
Todos los
intelectuales y artistas franceses firmaron una petición de gracia, excepto
tres, y por estricta disciplina partidaria comunista: Picasso, Sartre y
Colette. De Gaulle, después de haber prometido a François Mauriac que
conmutaría la pena a muerte, la denegó en definitiva. Al parecer, entregó la cabeza del poeta al
Partido Comunista, poderoso aliado a la sazón, quien la había reclamado
imperiosamente.
En definitiva,
hizo un favor a Brasillach: éste había cantado a la juventud, a la plenitud
vital, a la belleza, a la «bandera negra» y al desinterés en términos tales que
lo hacían existencialmente incompatible con
una vejez plácida (o no). Su antología
de la poesía griega era el libro preferido de nuestra María Elena Walsh.
Nuestro también
Jorge Asís, fascinado por la figura del poeta supliciado, escribió con alguna
imprecisión: «Su situación personal carecía de retorno. Brasillach había
decidido entregarse. El infierno, con la triste imagen de un juicio humillante,
con sus brazos abiertos, lo aguardaba en el Fuerte de Montrouge, durante la
plenitud del invierno de 1945, con la frialdad estricta de un paredón de
fusilamiento». Lo mismo que sostuvo con más justeza el defensor Isorni: «Si se
permitía estas bromas, no era porque ignorara…que su destino era el más
ineluctable, que su vida era la más amenazada de todas (las de los prisioneros
en Fresnes)…».
Lo cierto es que
Brasillach hizo escuela hasta en el modo de morir: sin fanfarronerías ni
estridencias pero con un coraje a toda prueba, con total aplomo y serenidad,
sin abandonar nunca su sonrisa ni su cortesía y habiéndose dado el singular
lujo de no retractarse de nada ni de dar lástima para obtener perdón. Y dejando para la posteridad unos «Poemas de Fresnes» que son un florilegio de la poética francesa. Demostró con esto que su admiración profunda
por la antigüedad helénica no era simplemente una inquietud intelectual.
El increíble
Isorni publicó de inmediato un libro decisivo («Le procès de Robert Brasillach»,
París, Flammarion, 1946). Años más tarde hizo lo propio con el de Pétain. ¡Y
fue condenado por apología del crimen! Después de muerto, el Tribunal Europeo
de Estrasburgo lo rehabilitó con estas palabras, que ahora nos parecen tan
obviamente elementales: (la libertad de expresión) « vale no solamente para las
‘informaciones’ o ‘ideas’ acogidas con
favor o consideradas como inofensivas o ‘indiferentes’», sino también para aquellas que ‘ tropiezan,
chocan o inquietan : así lo quieren el pluralismo, la tolerancia y el. espíritu de apertura sin los cuales no hay
sociedad democrática’ »...