miércoles, 30 de marzo de 2011

Rosas

Hace 218 años, nacía en Buenos Aires (en un solar sobre la actual calle Sarmiento) Juan Manuel de Rosas, bautizado como Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas y López Osornio.
Sin él no existiría la Argentina, ni la liberal ni la otra. La Argentina.
Tal vez el mejor resumen de su compleja gestión histórica sea debido –como suele suceder– a un poeta (Horacio Oyhanarte).
Dejémosle pues a él la palabra como mejor homenaje:

                                                                                      Bronces Futuros

                                                              La llanura engendró en sus soledades
                                                              el alma de este hijo del desierto
                                                              enigmático y grande. Las edades
                                                              dirán si ha muerto bien en donde ha muerto.

                                                              Hermosamente trágico: un centauro
                                                              galopando en un campo de amapolas;
                                                              su casco huella el extranjero lauro
                                                              mientras retumba por las pampas solas.

                                                              ¡Enigmático y grande!: su figura
                                                              se erguirá en la granítica futura,
                                                              grande apoteosis que en los tiempos flota

                                                              Cuando el rebato de los odios viejos
                                                              toque a silencio y se destaque, lejos,
                                                              su apostura de gaucho y de patriota.

sábado, 26 de marzo de 2011

Vargas Llosa, la tragedia de Casement y el colonialismo

El reciente Premio Nóbel de Literatura, Mario Vargas Llosa, publicó no hace mucho El Sueño del Celta, basado en la vida asombrosa del irlandés Roger David Casement (en gaélico: Ruairí Mac Easmainn).
Fue éste un diplomático británico que, consignado como tal a los destinos más remotos (primero el Congo y luego la Amazonía peruana), comprobó en ellos atrocidades de todo tipo contra los nativos, determinadas por la codicia en la obtención del caucho, y llevadas a cabo en un caso por los belgas del rey Leopoldo II y, en el otro, por los empleados de la Peruvian Amazon Company, sociedad comercial asentada en Londres pero que regentaba un peruano Julio César Arana. Casement documentó prolijamente todo lo que vio y oyó y presentó al Foreign Office prolijos informes que determinaron, por su repercusión, en un caso, el ocaso político del monarca belga y, en el otro, la quiebra de la cauchera de Arana y la ruina de éste.
Al parecer, esto determinó un fervoroso anticolonialismo en Casement, quien a la larga dio en advertir que su patria natal –Irlanda– también era víctima  de la ignominia, esta vez a manos, precisamente, de su bienquista empleadora, Inglaterra.
Fue así que Casement –ya ungido sir por sus calificados servicios al Reino Unido– abandonó el servicio diplomático, bien que no la importante pensión devengada, y se puso con alma y vida a luchar por la causa de la independencia plena de su Irlanda natal. Estallada la primera guerra mundial, juzgó que era el momento de aliarse con el enemigo de Inglaterra, Alemania y, con el apoyo militar de ésta más el esfuerzo heroico de los propios irlandeses sojuzgados, obtener la ansiada emancipación. Viajó así a Berlín desde EE.UU., para gestionar el apoyo alemán y obtener la autorización para formar una brigada irlandesa con los prisioneros de esta nacionalidad tomados en Flandes. Víctima de traiciones y de hados adversos, sólo logró reclutar unos cincuenta soldados y que los alemanes le facilitaran quince mil fusiles y más de un millón de proyectiles. Fueron éstos llevados en un mercante camuflado bajo bandera noruega y –los conspiradores– conducidos en un submarino que los dejó en Tralee Bay. Al parecer, ya por entonces Casement estaba persuadido de que el golpe militar, de momento, estaba condenado al fracaso ante la falta de actividad de la Kriegsmarine y por ello su propósito era convencer a los líderes católicos dublineses de posponer el alzamiento de Pascua de 1916 para ocasión más propicia. Le salió todo mal: el mercante fue interceptado en el mar por la Royal Navy y el capitán debió hundirlo, con su preciosa carga; él fue capturado no más pisar tierra irlandesa; y la rebelión estalló no obstante, con su secuela de fracaso, muertes, cortes marciales, prisiones y fusilamientos.
Llevado inicialmente a la Torre de Londres –todo un símbolo– y posteriormente a la Pentonville Prison, la corte de Old Bailey lo juzgó por alta traición conforme a una ley de 1351 (dictada cuando no existían, obviamente, ni la nación inglesa ni mucho menos el imperio) y lo condenó a muerte. Fracasada la apelación y rechazada tras varias alternativas la clemencia por el Consejo de Ministros, fue ahorcado por el verdugo John Ellis a las nueve del 3 agosto 1916, a sus 51, tras haber retornado gozosamente a la Iglesia católica (en la que su madre lo había bautizado secretamente en su tierna infancia, para burlar al estricto capitán anglicano Roger Casement, el padre). Fue sepultado en cal viva, conforme a la norma inglesa, en el patio de la prisión, de donde Harold Wilson mandó exhumarlo en 1965 y lo devolvió a Irlanda, y allí fue recibido como héroe nacional (con discurso del presidente Éamon de Valera incluido) e inhumado definitivamente en el cementerio nacional de Glasnevin, bajo una lápida escrita en el gaélico que él nunca pudo entender.
Cuando esperaba la clemencia, se publicaron unos Black Diaries que le habrían sido secuestrados y que contenían relatos pormenorizados de aventuras lúbricas con jovencitos de variadas etnias indígenas, con resultado generalmente gravoso para el orificio anal del supuesto autor. Hasta hoy se discute si tales diarios fueron una falsificación de la inteligencia británica o son a pesar de todo auténticos. Lo cierto es que, en su momento, fueron decisivos para el rechazo del pedido de indulto.
El editor (Alfaguara) califica a la obra –en la retiración de la contratapa– de “novela mayor”.  El autor, por su parte (en una entrevista dada al diario El País, de Madrid, el 29 agosto 2010), afirma: “No he hecho nunca novela histórica. No es lo mío ofrecer una versión más o menos animada de los hechos. La historia ha sido para mí siempre una materia prima, para fantasear, para intentar a partir de ahí contar una ficción.
Esto es verdad a medias. El libro, en realidad, es una prolija biografía del desgraciado héroe, bien que no lineal: el relato arranca con un Casement condenado a muerte y esperando en su celda londinense la clemencia gubernamental,  que emplea el tiempo inasible en una profunda introspección de su existencia y de sus convicciones. Intercalados, aparecen los capítulos epocales: África, Amazonía e Irlanda.
Esta técnica no alcanza para configurar una novela. Pero sí el “fantaseo” a que se libra Vargas Llosa respecto de la intimidad del protagonista, de sus tribulaciones interiores, de sus contradicciones. El cual “fantaseo” a veces deja de serlo al introducirse el autor profundamente en la hermenéutica, como en el espinoso asunto de los “libros negros”, a los que considera materialmente auténticos pero no ajustados a la realidad, ya que se trataría de una suerte de sublimaciones literarias de   las pulsiones  homosexuales     –forzosamente reprimidas en su época, aún victoriana– que nunca pudo vencer el pobre Casement. De modo que, a despecho de las denominaciones convencionales, la obra del escritor peruano se parece a una novela histórica lo que una gota de agua a otra.
La genialidad de Vargas Llosa se expresa no sólo en lo magistral del estilo (¡se vuelve, créase o no, al deslinde funcional entre el –pobre– subjuntivo y el condicional!) sino en el dominio asombroso de la capacidad narrativa, en la riqueza del vocabulario y en la belleza del conjunto, que hace a uno enorgullecerse de tener al castellano como lengua materna. Y, en fin, en la elección del sujeto literario: Casement es aún un desconocido, particularmente entre nosotros, y sin embargo Vargas Llosa logra erigirlo en un personaje universal, si no héroe al menos protagonista altígrado de una tragedia hondísima y conmovedora, a la que sólo le hace falta el coro griego para ser integral.
Sólo dos cosas cabe reprocharle a Vargas Llosa: que no se haya detenido un poco más en los pormenores del proceso criminal en Old Bailey, sobre todo en el famoso asunto de la coma que el tribunal creyó ver, más allá de no estar escrita en el texto medieval ("Casement was ‘hanged on a comma’", decían los ingleses), y que se resolvió con no demasiado apego al principio de la estrictez tipológica penal y al principio in dubio pro reo.    
Y que, en la recreación de la ejecución, no haya “fantaseado” sino directamente macaneado. O Vargas Llosa ha visto demasiado cine norteamericano, o se ha aprovechado de las crueldades ejecutorias de los yanquis para desarrollar mejor el argumento novelístico. Porque lo cierto es que los ingleses llegaron a ser –cosa que los llenaba de orgullo– maestros en el arte del ahorcamiento. Ya a finales del siglo XIX abandonaron definitivamente el tablado a cielo abierto con escalerilla –tan espantoso de subir para el reo–, la larga e incierta  caminata hacia el patíbulo y atrocidades tales como la relectura de la sentencia a la vista del dogal. Basta comprobarlo en la Balada de la Cárcel de Reading, del irlandés Oscar Wilde, que describe con minucia una ejecución tenida  fuera de Londres más de diez años antes que la de Casement tuviera lugar. Las cárceles londinenses –Pentonville y Wandsworth– estuvieron provistas desde fines del siglo XIX de cámaras de la muerte aledañas a la celda del reo, de modo que el duro trámite duraba apenas unos segundos (Albert Pierrepoint logró años después el récord asombroso de siete segundos): ni lecturas especiosas de sentencias ni caminatas ni ascenso de peldaños ni vendado de ojos (se usaba un capuchón blanco). A las nueve en punto una campana anunciaba a los viandantes el cumplimiento estricto de la justicia de Su Majestad,  conforme a las reglas y con humanidad”.
Es cierto que la pantomima tétrica de los norteamericanos (que se dieron el gusto de reproducir en Núremberg y en Tokio, tras la II GM) facilita la recreación literaria de una ejecución en la horca. Pero no lo es menos que un maestro del idioma, como Vargas Llosa, se las arreglaría perfectamente para hacerla de modo magistral ateniéndose a las reglas de “humanidad” de los ingleses. Primus Véritas.
¡Qué curioso!: el verdugo que ahorcó a Casement se suicidó años después, abrumado por el desenlace de la ejecución de una joven que se le desmayó y a quien debió colocar en el cadalso con la ayuda de cuatro ayudantes. No record, fuck! Para el tránsito no recurrió al nudo corredizo sino a una hojita de afeitar con la que se cortó la garganta.
Peccata minuta. Caro lector: si tiene los $ 89 a que lo venden, gástelos en El Sueño del Celta, que los habrá invertido superlativamente bien.