sábado, 23 de abril de 2011

La crotte

En lengua francesa, tan rica, concisa, elegante y contundente, este sustantivo designa a esa mezcla inextricable de barro, deyecciones, plumas y humores avícolas que constituye el piso de los gallineros, que es permanentemente resbaladizo y hediondo.
Nuestro país parece deslizarse sobre una crotte.
Vayan unos ejemplos espigados anárquicamente, como al pasar, entre tantos:
§                   Con motivo del escándalo que sacudió a la Policía Aeronáutica Nacional (creada, dicho sea de paso, durante Alfonsín para escamotear a la Gendarmería Nacional el control de los aeropuertos), ésta fue disuelta durante Kirchner y sustituida por la Policía de Seguridad Aeroportuaria, confiada a la organización y gestión de un Gustavo Saín, adscripto a la troupe del inefable Fouché argentino apodado irreverentemente por sus íntimos Chantanián.  Pues bien, este enfant terrible en trance de dejar de serlo (y desesperado por ello) comprobó impecablemente que nuestras policías están fuertemente militarizadas y que sería democráticamente deseable que dejaran de serlo.  Dictó, de este modo, una disposición prohibiendo al personal de la PSA todo tipo de desfile militar, saludo militar, “el saludo mediante venia, golpe de tacos o adopción de determinada posición de firmes” y hasta el saludo “a la bandera de ceremonia y a las autoridades presentes”, que se hará exclusivamente “dirigiendo la vista a las mismas y con el cuerpo erguido” (¡menos mal!).
Se le olvidó al licurguito que, en los tiempos que corren, la distinción entre fuerzas militares y policiales es cada vez más complicada y confusa; al menos desde que la Carta de la ONU (1945) calificó de intervenciones policiales a las dispuestas por el Consejo de Seguridad de ese organismo en aras de la paz mundial (p. ej., la matanza sistemática de las tropas regulares libias y de la población civil adicta, en nombre de la humanidad y de los derechos absolutos de los “rebeldes”; la misma que se hizo a las tropas y adictos de Saddam y a éste propio con su proceso fantochesco y su ahorcamiento crudelísimo). Desde la generalización de la guerra justa, ya no hay otra operación militar que la estrictamente policial, destinada a reducir al criminal y relajarlo a la jurisdicción de los tribunales de “derechos humanos”.  Ya no hay solución política ni paz política ni política en suma.
De lo que se deduce que todos esos movimientos automáticos, que a veces inducen a risa a los profanos o conmueven por su perfección, tienen por objeto optimizar el desempeño del personal de estos organismos, de modo que las órdenes puedan ser impartidas con palabras simplísimas o aun gestos o ademanes, y sean sin embargo comprendidas, transmitidas y ejecutadas de inmediato y sin reflexión. Se supone que el personal de la PSA gozará de un adecuado programa de entrenamiento que posibilite todo ello pero, al menos, se le complicará si debe actuar en conjunto con otras fuerzas de seguridad...
Este progresista a la violeta, deviene así, malgré lui, en un retrógrado simpático y patético. Y que se jieda la gente de la PSA.
Para colmo, este Licurgo en clave de xoda (que diría el inolvidable Bruno Jacovella) ignora los rudimentos del idioma al que suplicia. Porque, en cada artículo de su memorable construcción normativa, impera indefectiblemente “prohíbase”. Que es un imperativo traslativo futuro, vale decir para un tiempo que vendrá y para un destinatario diverso del que habla. ¿A quién, en efecto, le ordena prohibir? Para que fuera eficaz su norma (¡Kelsen!), debió escribir “prohíbese”. Como no separar a las cifras de mil con punto cuando se trata de años, según manda desde antiguo la RAE y es de elemental buen sentido.
¿Será mera casualidad que “saín” signifique, en lengua castellana, Grosura de un animal. // Aceite extraído de la gordura de algunos peces y cetáceos. // Grasa que con el uso suele mostrarse en los paños, sombreros y otras cosas”?
§                   Una señorona entrada en años y en kilos, según algunos maledicentes irresponsables inclinada a la dipsomanía, ha privado a las academias de la Policía Federal de sus nombres proverbiales (Coronel Ramón Falcón, Comisario General Alberto Villar y General Cesáreo Cardozo), sustituyéndolos con otros grises y olvidables, cuyo principal mérito es, precisamente, no haber tenido ninguno:Nada es igual, todo es mejor/lo mismo un burro que un gran profesor”, clamaba Discepolín. Contra todo lo esperable, la “oposición” ha sido bienquista con  la medida: o ha guardado un espeso silencio (Peronismo Federal, Pro) o la ha aplaudido sin ambages. Es el caso de un par de bufones (un gordito garca que la va de simpaticón y un exflaco en decadencia, con la barbita blancuzca à la mode, que en su época se solazó con ridiculizar la gesta de las Malvinas en un librejo de coautoría, sospechosamente de gran difusión), que se han deshecho en elogios porque la dama “ha reconocido a alguien que fue jefe de policía designado por un gobierno de signo distinto”, como si esto fuera un mérito por sí propio, abstracción hecha del valor personal o de la relevancia de la gestión. Dos de los agraciados con el olvido fueron –escuetamente– “asesinados (¡menos mal! Poco faltó para que dijeran “ejecutados”) por Montoneros”.
Dejemos de momento a los dos militares (no sin señalar, sin embargo, que los “crímenes” achacados a Falcón se limitaban a la ejecución de unos desahucios ordenados por la justicia, algo que hoy día ningún funcionario policial tiene las agallas de hacer) y detengámonos en el policía de carrera y de vocación: Alberto Villar fue el hombre de Perón en el momento atroz de la toma por asalto del poder por la guerrilla, que pagó su eficacia y su lealtad saltando por los aires por obra de una bomba colocada en su embarcación en el Tigre. Un funcionario de la democracia, pues, en una etapa democrática y estrictamente ajustado a las órdenes del mandatario democrático... el mismo que aparece sonriente al fondo de la escena montada fantochescamente con personajes como quien efectuó la degradación. ¡Y lo remueve un gobierno “peronista”! Esto, en lugares ordinarios y en circunstancias ordinarias, se denomina traición. Y, si lo aplaude calurosamente el grupo supuestamente enemigo público número uno (Magnetto, Clarín y Cía.), entonces es alta traición. Pero, para el pensamiento único, seguramente tendrá otra denominación más light.
§                   Un periodista de tomo y lomo, eternizado como Malvárez Tejar por el genio de Jorge Asís, escribiendo en La Nación diario (como acertadamente llamaba el padre Castellani  a ese órgano de prensa que sigue siendo –a despecho de su nombre– el alférez antinacionalista en la Argentina), ha calificado a cierto súperministro bigotudo y a sus adláteres de “nacionalistas”, a la manera peyorativa, descalificante y negativa de su homenajeado Vargas Llosa. ¡Nacionalistas los K! O don Malvárez lo ignora todo sobre este movimiento que algún ruido hizo durante los siglos XIX, XX y el presente; o es crotte de la mejor calaña.
.          Cierto juez de los tantos que deben sufrir los porteños, que volvió a las andadas después de Alfonsín, seguramente aliviado -por su solvencia profesional- de sus quehaceres específicos, se dedica a cultivar un twitter desde el cual verduguea a colegas y extraños, haciéndose el original y abusando del -provisional- privilegio que le supone su adscripción al establishment. Porque el hombrecito de tonto no tiene nada: cuando vio que las papas quemaban, hizo prudentemente mutis por el foro. Ahora vuelve con todo, pero con el cuidado de haber acomodado a sus lobeznos, con el curro inagotable de la denodada defensa de los derechos humanos. Para detalles, puede consultarse el apasionante artículo de Hernán Cappiello Un juez condena, acusa y absuelve por Twitter, aparecido en La Nación (diario) de 23/4.  Este personaje de twitter, entre tantas otras originalidades, se permite propiciar la sustitución de la efigie del "genocida Roca" -en los billetes de $ 100- por la de ¡Bernardo de Monteagudo! Más allá de que la propuesta no deja de ser materialmente acertada (pues, con el valor en que ha devenido el pobre billetito, bastaría con estampar en él la fotografía del coronel Artemio Gramajo, edecán de Roca), muestra a las claras la indefectible crotte en que patina nuestro pobre país: ¡Sustituir, en efecto, a un estadista que, mal que bien, creó nuestro Estado nacional, por un desaforado jacobino -asesino por lo demás-, ni siquiera aficionado a la lealtad política (reemplazó lo más fresco a su padrino San Martín por Bolívar en Perú), muestra a las claras que la hybris, entre nosotros, impera soberana! Horresco referens, hermanos porteños,  de caer en las manos de tamaño personaje.

¡Dioses!: Sacadnos de esta cagarruta y dadnos tierra limpia, firme y fértil que pisar!



domingo, 17 de abril de 2011

La Serenísima y los alquimistas del mangoneo

En un día como el de hoy, nubes más o nubes menos,  de hace 656 años, la cabeza del Dogo Marín Falier[1] rodó bajo el golpe certero de la mannaia[2] descargada por el boia[3] veneciano, en la escalinata del Palazzo Ducale de Venecia.
La Serenísima República de San Marcos constituyó uno de los paradigmas más perfectos del Estado aristocrático, junto con Esparta, en la antigüedad, y la Unión Soviética posterior a Stalin en nuestros tiempos. El poder se ejercía por órganos colegiados formados por notables, ninguno de los cuales tenía la posibilidad de ejercerlo en exclusividad, aun en supuestos de excepción. Esto presupone, claro está, una clase dirigente idónea, la vigencia del principio de racionalidad para obtener consensos efectivos, y la convicción de la necesidad de un orden institucional por sobre cualquier tipo de mesianismo.
Derivada indirecta del Imperio Bizantino, la Serenísima República llegó a ser la potencia principal del Mediterráneo, extendiendo su hegemonía a todo el Véneto, la Dalmacia y la Iliria (nolens volens, la actual Croacia), el Peloponeso y el archipiélago griego (principalmente, Creta y Chipre). Sólo la genial creación de Fernando el Católico y el Descubrimiento de América, fueron capaces de desencadenar su decadencia.
 El sistema veneciano se basaba en un órgano colectivo titular de la soberanía popular, el Consejo Mayor. De él se derivaba el Consejo Menor que, adjunto al Dogo y a tres miembros de la Quarantía (suerte de órgano especializado financiero), constituía la Sereníssima Signoría, de modo tal que "si è morto il Doge, non la Signoria" ("Aunque el Dogo esté muerto, no lo está la Signoría").  El Senado era el encargado de las relaciones exteriores y jugaba un papel fundamental en la designación del Dogo. El Consejo de los Diez (de cuyo seno se extraería posteriormente un triunvirato investido del poder efectivo) se encargaba de la seguridad del Estado y sus fallos eran irrecurribles y ejecutivos de inmediato. El Dogo (Dux) era quien representaba formalmente al Estado y comandaba sus tropas en la guerra.
La clave de esta compleja estructura era la periodicidad extrema de los cargos, salvo el del Dogo que era perpetuo, y el sistema de colegios para todas las elecciones. Para aventar cualquier posibilidad de manipulación o formación de trenzas electorales: se hacían cuatro elecciones y los favorecidos en ellas eran luego sorteados, para configurar nuevos colegios que en definitiva designaban a los magistrados. ¡Una delicia –y un quebradero de cabeza– para nuestros alquimistas del mangoneo!
El caso es que, a contrapelo de las restantes repúblicas italianas, la de Venecia abominaba del poder personal, maguer emplear la común designación de Signoría.
Marín Falier, miembro distinguido del patriciado veneciano y portador de un impresionante cursus honórum, estaba además agraciado al parecer de una particular virilidad que, en tiempos en que no existía el sildenafil[4], le había permitido desposar a una joven y bella patricia varias décadas menor que él. La Serenísima no contaba entre sus logros erradicar la envidia. De modo que un joven acomodado se permitió desafiar al Dogo con una letrilla al propósito que no necesita de traducción: "Marin Falier, da la bea mugier, tuti i la gode e lu el la mantien". Fue castigado, pero al suponer con gran lenidad, de modo que el magistrado se sintió humillado en su dignidad  y frustrado por ella y urdió un alzamiento reparatorio, que incluiría el castigo de los clementes.
Otros dicen que Falier pretendía homogeneizar Venecia con el resto de Italia y democratizar su gobierno, extirpando las raíces oligárquicas y proyectando una suerte de cesarismo, que naturalmente él comandaría.
Sea como fuere, los Diez se enteraron prontamente de la conspiración (la delación secreta era una de las claves del sistema) y la conjuraron con la expeditividad que, en esos tiermpos, era connatural a la Justicia. Los cabecillas fueron ahorcados públicamente en la plaza San Marcos el 15 de abril.
Falier (el Dogo no gozaba de inmunidades) fue aprehendido y sometido a juicio sumarísmo ante el mismo tribunal. Buen perdedor y gallardo caballero, reconoció todo y asumió su responsabilidad. El 16 fue condenado a muerte, condena que se ejecutó el 17, en la escalinata del Palacio Ducal. Sólo los Diez y un grupo de lacayos encargados de los menesteres básicos (géneros para enjugar la sangre, cestos &c.) presenciaron la ceremonia. Tras ella, el arma ensangrentada fue exhibida a la muchedumbre como constancia suficiente ("Vardé tuti! La xè staa fata giustixia de'l traditor!"). La Serenísima, como los antiguos romanos, no era excesivamente cruel: usaba la pena de muerte sólo en casos extremos y no alardeaba de ella.
Eso sí; la clave era la ejemplaridad: no bastó con la cabeza del traidor. Fue decretada su damnatio memoriæ. El sitio donde debía figurar el retrato del dogo fue reemplazado por un trapo negro cruzado con la siguiente leyenda latina: «Hic est locus Marini Faletri, decapitati pro criminibus». Que sobrevivió, con matices, incluso a la destrucción del palacio por un incendio. Mark Twain, en una obrita deliciosa (The Innocents Abroad or The New Pilgrim’ s Progress; 1879) da fe de ello.
En fin, algo falló en el designio de la Serenísima: su desgracia sirvió de fuente inspirativa a dos bellísmos cuadros, uno de Eugène Delacroix y otro de Francesco Hayez (reproducido en la entrada), amén de varias empinadas obras de carácter histórico y literario.
Cualquier parecido con nuestra patética realidad actual, es pura coincidencia. 






[1]  Marino Faliero en el italiano básico del Risorgimento.
[2]  Gruesa hacha de mango largo que se hizo bienquista en algunos lados –empezando por Italia– para la ejecución de la pena de muerte por decapitación, antes de la aparición de las máquinas destinadas a este fin (Halifax Gibbet,  Scotish Maiden, guillotina &c.).
[3]  Verdugo, tanto en aquel italiano básico como en el dialecto veneciano.
[4]  Salvo que éste se incluyera –bajo un raro nombre– en las importaciones de Marco Polo.