martes, 22 de febrero de 2011

El "gran" Sarmiento

El 15 se cumplió el bicentésimo aniversario del nacimiento en San Juan de Domingo Sarmiento. “Domingo” –dicho sea de paso–, que no “Domingo Faustino”, ya que en la pila fue bautizado “Faustino Valentín”, este segundo nombre tal vez por la  proximidad de la fiesta del hoy patrono de los enamorados, que posiblemente haya sido el que subsistía en la memoria de los padres, a falta de almanaques con santoral. Domingo era un nombre bienquisto en la familia y el que en definitiva terminó usando el sanjuanino y el que impuso a su bienamado hijo único varón, el capitán Domingo Fidel Sarmiento (muerto heroicamente en Curupaytí, Paraguay, durante la guerra de la Triple Alianza).
 El pobre Sarmiento no es santo de la devoción de nuestro gobierno actual, por lo que la conmemoración no tuvo la magnitud ni la resonancia que cabría haber esperado de otros reinados. Pero, de todos modos, no pudieron menos el ministro de educación de la Nación, el gobernador de San Juan y alguna historiadora de voz masculinoide que verter una catarata de ditirambos en favor de don Domingo, que éste seguramente no hubiera soportado de seguir en el mundo de los vivos. Porque era hombre francachón, directo hasta la brutalidad y que, a decir de los jóvenes, no se la creía.
Nadie dijo, sin embargo, lo que había que decir: que Sarmiento fue un hombre de intuiciones geniales, de una energía hoy inhallable, de una determinación absoluta para lograr sus objetivos y, sobre todo (como notó hace muchos años el hoy ignorado Manuel Gálvez[1]), con un fortísimo sentido de la autoridad. Cierto es que su obra material fue ingente, que fue el numen de dos de las tres piedras basales de la empresa del Estado Nación argentino: la escuela pública y el registro civil (aunque no haya sido él, sino Roca, quien los implantó)[2] y que supo, careciendo de todo aparato político propio, imponerse como el gran referente de los hombres públicos de su tiempo.
Pero no lo es menos que, para él,  la Constitución es para las clases notables; para las masas populares, están las leyes ordinarias y la policía de seguridad”. Fue por esto que reprimió con severidad (fusilamientos y degüellos incluso[3]) cualquier algarada de las que hoy se denominan “protestas” y merecen la protección amorosa de la fuerza pública del Estado y el cuidado maternal de los magistrados judiciales. Que nos dio un código civil que aún hoy es paradigmático. Que manejó la educación pública (tanto la nacional como la provincial) con mano de hierro, despidiendo sin contemplaciones a docentes ineptos y “verdugueando” a alumnos haraganes. Que robusteció y consolidó a las fuerzas armadas, más allá de su afición por los uniformes militares y por sus retratos luciéndolos. Que armó de urgencia una importante escuadra naval para reprimir las incursiones chilenas en el río Santa Cruz no obstante haber abogado unos años antes por los derechos de ese país sobre la Patagonia[4]. Que, masón y anticlerical, logró un acuerdo no escrito con los curas para incorporarlos al proyecto educativo y socializador. Que trataba a los paraguayos de sifilíticos y fue a morir en Asunción.
Hoy, en el tiempo de los derechos humanos y de los deberes inhumanos de ellos deducidos, Sarmiento sería un pobre gil: apenas intentara algo en la educación, se encontraría con decenas de dirigentes sindicales barbudos, melenudos, cochambrosos que, en  nombre de los esforzados “trabajadores”, de la “excelencia” desiderada y de la sacrosanta “escuela pública”, lo cubrirían de denuestos hasta la cuarta generación. Y mejor que no intentara alguna medida ejemplificadora: un comedido juez en lo quelque chose le endilgaría de inmediato una medida cautelar obstativa destinada a durar hasta nunca. Cuando decretara una medida hacia un alumno similar a la que aconsejaba al director de la escuela de San Miguel del Monte[5], se encontraría con decenas de mozalbetes insolentes e ignaros, incapaces de articular dos palabras a la velocidad perceptible por el oído humano, que le cortarían la calle y le tomarían el edificio escolar. Los jefes y oficiales de la escuadra despachada al sur, para imponer un simple plantón a algún marinero desenfocado, deberían convocar al menos tres consejos disciplinarios suspensivos, con posibilidad de algún hábeas corpus judicial deducido por telégrafo...  Si se le ocurriera alguno de sus exabruptos retóricos tan famosos, el INaDi estaría pronto a ponerlo en  su lugar, tras una seguidilla de denuncias de dedicación exclusiva.
O, por allí, ¿quién sabe?, con él el caballo aprendería a hablar. Y el quicio se restableciera. Y volvieran a imperar “las clases notables”. Y la Argentina volviera al “destino manifiesto” que algún tiempo tuvo y que él puso en marcha.
Te necesitamos, Domingo....

   


[1]  Vida de Sarmiento. El hombre de autoridad; Bs. As., Emecé, 1945; 679 pp.
[2]  La tercera fue el servicio militar obligatorio, obra también de Roca.
[3]  Casos de Virasoro, del Chacho Peñaloza y de los sublevados de Loncogué.
[4]  En 1878, el comodoro español Luis Py remontaría el Santa Cruz al mando de parte de esa escuadra, y asentaría el imperio argentino en la isla Pavón.
[5]  Recientemente ha trascendido la carta de Sarmiento, como Director General de Escuelas, indicándole que suspendiera al alumno remiso por un año y presionara sobre la familia.

martes, 15 de febrero de 2011

Lo que va de ayer a hoy

Lo que va de ayer a hoy

Es sabido que el primer objetivo de la identificación registral de la población fue electoral y  militar[1]. De allí que el enrolamiento alcanzara solamente a los argentinos varones. Recién en 1947 se consagró el voto femenino, aunque no la inclusión de este segmento de la población en el quehacer militar.
La ley 17.671, de 1968, generalizó la identificación de la totalidad de la población, incluidos los extranjeros, desde el nacimiento mismo y con un documento único.
No es de extrañar, entonces, que la normativa reglamentaria variara.
Así, el  # 13, del R.L.M. 1 –leyes  11.386 y 12.913– estatuía, impecablemente:

“El ciudadano que deba enrolarse llevará su fotografía, hecha en papel al bromuro, tomada de tres cuartos de perfil (lado derecho o izquierdo indistintamente), sólo el busto y sin sombrero; del tamaño de seis centímetros por lado.
En las localidades donde no haya fotógrafo o personas particulares que se ocupen de hacerlas, las oficinas enroladoras se encargarán de proveer al ciudadano de fotografías gratuitamente. También estas oficinas proveerán de fotografías gratuitamente a los ciudadanos pobres que por falta de recursos no puedan adquirirlas.”

Dentro de la doctrina del Estado Nación, es lógico que se hablara de “ciudadano”, pues la guerra era cosa de los “nacionales” en un estado de madurez como para cargar armas. Nótese que, en pleno imperio de la oligarquía, la norma preveía la provisión gratuita de fotografías a los ciudadanos pobres.
¿Qué dice la reglamentación actual? (Resolución 169/2011, Registro Nacional de las Personas):
Art. 1.- Establécese que la imagen fotográfica a incorporar en el DNI y registrar en los archivos de este Organismo Nacional deberá ser actual, tomada de frente, medio busto, con la cabeza totalmente descubierta, en color, con fondo uniforme celeste y liso, tamaño de CUATRO (4) cm. por CUATRO (4) cm., permitiendo apreciar fielmente y en toda su plenitud los rasgos faciales de su titular al momento de gestionar la expedición del ejemplar de su DNI. La imagen debe carecer de alteraciones o falseamientos de las características faciales, sin que ello vulnere o afecte el derecho de identidad en sus aspectos de género, cultura o religión.
Art. 2.- Exceptúase de lo dispuesto por el ARTICULO[2] 1º de la presente, y a solicitud del titular del DNI:
a) Cuando fundado en motivos de índole religioso o de tratamientos de salud, se requiera la cobertura del cabello, siempre que sean visibles los rasgos principales del rostro.
b) Cuando por motivos religiosos cubra parcial o totalmente su rostro, pudiendo solicitar que el trámite y la fotografía se obtengan en un lugar reservado y mediante agentes del mismo sexo.

Más allá de que debería haberse escrito “religiosa” y no “religioso”, porque el adjetivo califica al sustantivo “índole”, que es femenino, y a no a “motivos” (que además está en plural...); parece resultar claro que, en definitiva, se puede lucir en el DNI una foto con la cabeza cubierta. Si bien la norma habla de “cobertura del cabello”, resultaría discriminatorio no incluir a la calva. Lo cual quiere decir que uno de los aspectos fundamentales para la identificación física, cual es el remate del cráneo, ahora podrá quedar oculto o desfigurado –con  finalidad de ¡identificación! – mediante la simple adjunción de un sombrero, bisoñé, pañuelo, toca, turbante, bonete, kipá, mitra  o capelo.
La venerable norma republicana arriba transcripta, al  vedar el sombrero, no sólo obedecía a un fin elemental: asegurar lo más posible la identificación fisonómica; sino que perseguía otro objetivo más empinado: simbolizar en la cabeza franca la garantía constitucional de la igualdad ante la ley. En aquellos tiempos, el sombrero era de uso preferente por las “clases distinguidas”; para las otras, la boina, la “pichonera” o el pelo raso.
El inciso b del actual régimen es aperplejante. Aunque no lo diga, prevé evidentemente el caso de las mujeres solteras en el Islam, que deben cubrir sus caras con un velo. Lo de “parcialmente” es un eufemismo para indicar que, en algunos casos, pueden dejar a salvo los ojos. Aparentemente (en función de los comunicados dados a conocer cuando se publicó la normativa), se quiere dar a estas mujeres la posibilidad de atemperar el bochorno haciéndose tomar la fotografía en lugar discreto y por otras mujeres. Que además, aunque la regla no lo diga, deberán ser también musulmanas porque todo kafir está excluido por el precepto sagrado, sea del sexo (¡perdón!: género) que fuere.
Ahora bien: si la fémina célibe no lo quiere (como seguramente ocurrirá en todos los casos), ¿qué hacer? Evidentemente, nada. En primer lugar, porque el primer párrafo de la regla dice, terminante e inequívocamente: “Exceptúase”, tras lo cual vienen los dos supuestos bajo análisis. En segundo porque (abstracción hecha del ripioso empleo del gerundio, que ya parece ser imparable en el lenguaje oficial[3]) se aclara que la interesada “puede” optar por tales miramientos, no que deba hacerlo.
Lo cual viene a querer decir que, en nuestra ¿república? derechohumanitaria, minoritista y antidiscriminatoria a ultranza, habrá portadores de documentos de identidad cuyas fotografías ¡no reproducirán sus caras sino telas u otros artilugios! Ojalá, dentro de todo, que el problema subsista sólo en el ámbito del islamismo y que no se le ocurra a cualquier reformador religioso tornar obligatorio, por ejemplo, el uso de huesos o platos insertados o atravesados, como por otra parte ya es el caso en muchos lugares del mundo.
                       



[1]  E, inicialmente, sólo militar, ya que la ley de Servicio Militar Obligatorio (Riccheri) es bastante anterior a la de Sufragio Universal Secreto y Obligatorio (Sáenz Peña).
[2]  Indefectiblemente, y a despecho de lo establecido por la RAE y demás Academias españolas, en el lenguaje oficial se omite acentuar las mayúsculas. Del mismo modo en que, como en este caso (y en los mismos decretos presidenciales), se insiste en tildar el vocablo “dese” no obstante ser palabra llana terminada en vocal, por lo que no necesita ninguna vírgula para sonar del modo pretendido. En cambio, si no se tilda “artículo”, debe leerse el resultado como la conjugación de la primera personal del singular del verbo “articular”.
[3]  Evidentemente la austeridad en los gastos públicos impide contratar correctores de estilo más eficaces que el Word (¡hecho en Irlanda!)  que eviten a los magistrados suscribir tamaños desaguisados gramaticales y tornen, de paso, un poco más inteligibles sus augustas mandas.

domingo, 13 de febrero de 2011

Vargas Llosa y los escritores malditos

Luis Ferdinando Céline, nacido Destouches[1] en 1894 en Courbevoie (Francia) fue un abnegado médico francés devenido en escritor, que revolucionó como tal el idioma de Racine y Molière con una serie de novelas, que comenzó con Viaje al fin de la noche y siguió, entre otras muchas, con Muerte a crédito, Guignol’s Band, De un castillo al otro[2], Fantasías para otra ocasión, Norte y Rigodón. Murió aún joven en 1961, en Meudon (arrabales de París) (donde ejercía virtualmente gratis la medicina y subsistía en situación de extrema pobreza), casi seguro a resultas de un ACV derivado de los padecimientos de la II posguerra.
Con un estilo directo y brutal, pletórico de términos del argot muchos de ellos groseros y/u obscenos, ayudándose con abuso de puntos suspensivos y signos de admiración, logra un discurso tremendamente impactante, “emotivo” como decía pretender, pero en el que se trasunta también una notable erudición cultural y una profundidad argumental sorprendente. Discurso, por cierto, nihilista, anarquista y pesimista, pero también abismalmente patriótico (nota que siempre reivindicó). Este patriotismo farouche le valió ser lisiado de guerra en la I mundial, la que hizo como suboficial en un regimiento de caballería.
Céline estuvo en el bando equivocado: a raíz de su desaforado antisemitismo (de cuño  intelectual, sin embargo, no pasional), publicó en la inmediata II preguerra tres libros hoy inconseguibles[3]: Bagatelas para una masacre, Escuela de cadáveres y Los líos, que le valieron una condena universal: de los nazis precisamente por las notas de aquel discurso y por su conocida germanofobia[4], de los comunistas por la contundente –y temprana– repulsa celiniana al régimen soviético[5], de los belicistas de todo cuño por su pacifismo (!), de los judíos por obvias razones (aunque el editor y un traductor en alemán de la obra de Céline eran judíos, como también quien difundió su obra en los EE.UU.).
Aunque logró salvar su piel huyendo de Francia poco antes de la caída de París, refugiándose en definitiva en Dinamarca, su prestigio quedó hecho jirones, su fortuna destrozada, su cuerpo en ruinas y su salud a la miseria. Vuelto a su patria en 1951, alcanzó a retomar la actividad literaria y el ejercicio de la medicina, hasta su comentada muerte una década más tarde.
De haber estado en el lado “acertado”, sería hoy Céline más famoso y universalmente reconocido que, por ejemplo, Juan-Pablo Sartre. Pero es en cambio, junto con otros que tuvieron aún peor suerte (como Pedro Drieu La Rochelle y Roberto Brasillach[6]), un ilevantable escritor “maldito”, a 65 años del fin (¿fin?) de aquella tragedia impar.
Mario Vargas Llosa es un mitad peruano mitad español[7], comunista en sus orígenes y devenido en liberal “derechoso” (diría el conocido intelectual Felipe Solá), aperplejado por el incesto, apenas un chico cuando Céline publicaba Bagatelas, que acaba de ser honrado, a sus 74, con el premio Nóbel de Literatura. Vargas Llosa ha participado decisivamente en la empresa de aggiornar el castellano y demostrar  su formidable pujanza y su vocación universal, junto con –entre muchísimos otros– Camilo José Cela, el recientemente finado Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Ramón del Valle Inclán, Gabriel García Márquez, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, y los nuestros Jorge Luis Borges, Leonardo Castellani y Jorge Asís. Su capacidad argumentativa y su maestría en el manejo gramatical se comparan sólo con la contundencia de su puño, como pudo dar fe el nombrado colombiano cuando sufrió su impacto hace décadas, vaya a saber por qué.
El caso es que Vargas Llosa, ante la noticia de que el gobierno francés, cediendo a la presión de alguna comunidad del país, ha excluido a Céline de la lista de personalidades homenajeables por sus aportes a la nación gala; clavó una pica en Flandes publicando un artículo criticando esta decisión[8]. Dice, en prieta síntesis: “Céline fue un extraordinario escritor, seguramente el más importante novelista francés del siglo veinte después de Proust, y que, ... no hay en la narrativa moderna en lengua francesa nada que se compare en originalidad, fuerza expresiva y riqueza creadora a las dos obras maestras de Céline... (L)as novelas de Céline están tan prodigiosamente concebidas que es imposible, leyéndolas, no admitir que la vida sea también eso. El gran mérito de ese escritor maldito  fue haber conseguido demostrar que el mundo en que vivimos también es esa mugre y que era posible convertir el horror sórdido en belleza literaria”.
Pero Vargas Llosa no llegó por nada al Nóbel: sabedor de la fuerza de lo políticamente correcto, señala por las dudas que “(p)arece probado que, durante los años de la ocupación alemana, denunció a la Gestapo a familias judías que estaban ocultas o disimuladas bajo nombres falsos para que fueran deportadas”.
Esto, tal vez, es lo único que no pueda ser imputado a Céline. Fue éste sometido a un proceso penal in absentia que concluyó con una módica condena a un año de prisión (que no cumplió –ni se consolidóporque el propio tribunal lo incluyó en la amnistía vigente) que para nada computó tan grave cargo. Incluso, está sí probado que mantuvo relaciones de trato con, al menos, un resistente, sin delatarlo, cosa que éste testimonió posteriormente[9]. Y ejerció la medicina en un dispensario de banlieue, sin que nadie se quejara, nada menos que de la suprema deslealtad que supone la delación. Céline, impolítico, germanófobo, cabrero, franco hasta la náusea, conmovedoramente tierno en su interior casi inaccesible, era lo contrario –psicológico– de un delator. Más bien daba el tipo perfecto del delatado[10].
Esto lo sabe Vargas Llosa; no por nada emplea un verbo (“parecer”), a estas alturas de la investigación histórica injustificable. Tal vez consideró que esta bajeza pour n’  épater point les médiocres era necesaria para hacer digerir una toma de posición que, tal vez, obedezca a la íntima percepción de que las –propias– consideraciones que siguen se le aplican tan bien a él como a Céline: “(e)l gobierno francés envía a la opinión pública un mensaje peligrosamente equivocado sobre la literatura y sienta un peligroso precedente. Su decisión parece suponer que, para ser reconocido como un buen escritor, hay que escribir también obras buenas y, en última instancia, ser un buen ciudadano y una buena persona”.
Lo que debió haber dicho Vargas Llosa, para culminar su admirable artículo, es que la causa de la “maldición” de Céline no obedece a un antisemitismo que, no por menos abominable, tuvo muchos cultores en su época que sin embargo no han sido reprochados. Obedece a un pacifismo que, de ser atendido, pudo tal vez haber prevenido esa cabal masacre del siglo XX: la guerra mundial fue un muy buen negocio para demasiados.
 



[1]  Céline era el nombre de pila de su abuela materna. Góngora se apellidaba –en primer lugar– Argote, nombre al cual relajó al puesto de apellido auxiliar.
[2]  Seguramente la mejor.
[3]  Porque él mismo prohibió su reedición en los ’50, la que su viuda ha mantenido terminantemente.
[4]  Su principal –y único– padrino alemán, Karl Epting, escribió a su respecto un artículo cuyo título lo dice todo: Él no nos quería...
[5]  Derivada por cierto del temprano conocimiento directo que tuvo de tal paraíso.
[6]  Acaban de cumplirse 66 años de su fusilamiento, en el fuerte de Montrouge (6/2/1945). Drieu se suicidó durante la liberación de París.
[7]  A raíz de una supuesta persecución del jap Fujimori como consecuencia de la disputa por la presidencia del Perú, el gobierno español le concedió la nacionalidad española sin tener que renunciar a la de origen. Algo así como construir el metro-patrón de goma. Reside, desde entonces, en España, para honrar tan noble acogida.
[8]  La larga noche de los réprobos, en La Nación, Bs. As., sábado 5/2/2011, p. 33.
[9] Roberto Champfleury. C.fr. Henri Poulain: Entre Céline et Brasillach; Bruselas, Le Bulletin célinien, 2003, p. 84.
[10]  Que es de hecho lo que fue en Dinamarca.