viernes, 6 de febrero de 2015

Brasillach: 70 años de su asesinato

Hace setenta años, a las 9:38 de la hora francesa,  moría fusilado, en el sórdido fuerte de Montrouge, el poeta Robert Brasillach, a sus 35 años.
Once balas de fusil y una de revólver (ésta en la frente[1]) destruyeron la joven vida, en cumplimiento de un fallo dictado por la justicia de assises[2] diecisiete días antes y confirmado en tiempo expreso por la corte de casación.
Un día antes, tras haber anunciado lo contrario a François Mauriac (representante de la plena intelectualidad francesa que en número de cincuenta y nueve[3] había demandado la gracia[4]), el presidente De Gaulle rechazó la clemencia, fundado al parecer, en que existía una foto de Brasillach vistiendo uniforme de oficial alemán. Lo cual era una infame y torpe inexactitud, porque quien aparecía así vestido en la foto era el conocidísimo político Jacques Doriot y Brasillach estaba a su lado, de civil, y en ocasión de un cometido periodístico compartido con Claude Jeantet. En lo único en que se parecían el político y el poeta era en que ambos gastaban unas gruesas gafas de carey. Brasillach nunca vistió otro uniforme que el del ejército francés, con el cual cayó prisionero en 1940.
Además, nada se había dicho durante el juicio sobre esa fotografía ni se la había manifestado al procesado ni el jefe del Estado pidió alguna explicación al abogado sobre ella cuando lo recibió para sostener el recurso de gracia[5].
Fue un torpe pretexto, esbozado apenas, para encubrir el precio que pagó De Gaulle por el apoyo circunstancial del por entonces todopoderoso Partido Comunista Francés.
Nada raro en quien no hesitaba en mandar a alguien a la muerte por razón de Estado e incluso se pavoneaba impúdicamente de ello. Cuando en 1963 envió a otro joven de 35 años al poste tras una condena por un tribunal ilegal, dijo con notable cinismo: "Los franceses necesitan mártires ... Los deben escoger con cuidado. Yo podría haberles dado uno de esos generales estúpidos que juegan a la pelota en la prisión de Tulle[6]. Pero les di a Bastien-Thiry. Ellos serán capaces de convertirlo en un mártir. Él se lo merece." [7]
Pero lo de Brasillach excede el marco mísero de unos odiadores sistemáticos y de un carcamán oportunista. Lo de Brasillach se inscribe en la tragedia helénica, en la cual estos personajetes jugaron el triste papel de pawns in the game de que hablaba Carr[8].
Roberto Bardini, en un artículo notable[9], dice impecablemente: «En los últimos años muchos críticos literarios "descubrieron", tardíamente, que Brasillach fue puesto de espaldas al paredón de fusilamiento por su filosa capacidad intelectual más que por sus "crímenes de guerra". Lo cierto es que no cometió ninguno: no delató, no torturó, no asesinó a nadie. Sus principales armas fueron la palabra y la escritura.» Y añade con cita del mejicano José Luis Durán King: «¿Por qué este escritor y no los otros? [10]¿Cuándo las palabras son al mismo tiempo nociones y acciones? ¿Merecía Brasillach morir por sus palabras?». Y más adelante se responde: "Es difícil aceptar sin perder el aplomo que alguien merezca ser enviado al cadalso por sus discursos"… (S)ólo en Francia –se rumoraba en aquella época- el mal uso de las palabras puede conducir a la picota».
Brasillach estaba consustanciado con el mundo helénico antiguo. Su Anthologie de la poésie grecque[11] figura entre las obras maestras de la literatura francesa contemporánea. María Elena Walsh la consideraba entre lo mejor de la literatura de todos los tiempos. Dice allí el escritor, en el prólogo, aludiendo a los caracteres de la poesía griega: «No estaría mal , pienso, trazar una suerte de líneas principales en el curso de esta poesía, que siempre vuelve sobre los mismos temas: la muerte en primer lugar, a la cual ningún pueblo le ha cantado tan constante y unánimemente; luego el mar, que le es apenas separable; las muchachas y los caballos, que aparecen siempre en las metáforas de este pueblo marino y caballero, incluso en las de los filósofos; y en fin el punzante sentimiento de la brevedad de la vida y del placer, que se expresa en el teatro por ese mito cien veces repetido de la virgen sacrificada que dice adiós a la luz del día; y la detestable guerra y el amor de la paz (…) La lengua griega no era solamente la lengua de un orden y una perfección un poco imaginarias y debería asombrar tal vez  encontrar en ella tantos ejemplos de una poesía filosófica que nunca desdeñó el parentesco con el misterio».
A su vez, abrigaba evidentemente una suerte de oscura premonición, que se expresaba en ciertas referencias recurrentes, particularmente a lugares que le eran caros. Es el caso del pequeño cementerio parroquial de  St. Germain de Charonne y del barrio –abundante en lecherías– de Arcueil. Les dedica varios párrafos amigables y hasta nostalgiosos tanto en Les Sept Couleurs[12] como en Nôtre Avant-Guerre[13]. El fuerte de Montrouge, donde fue fusilado, está en Arcueil y los restos del poeta reposan –con los de su madre, su hermana y su cuñado– en aquel íntimo cementerio casi particular que sobrevivió a la secularización y al reglamentarismo de la Revolución[14].
El caso es que Brasillach sabía que la Liberación acabaría con su vida maguer no haber matado ni delatado ni traicionado a nadie y sí sólo escrito mucho y duro sobre la acerba política francesa durante la guerra, ¡en la patria de los derechos humanos! Sabía también que le bastaba pasar a Suiza para asegurar su vida y sin embargo no lo hizo, al parecer por salvar a su madre del cautiverio, lo cual es bastante fútil. Jorge Asís, a quien no le resulta simpático pero que no puede eludir la fascinación profunda que el personaje le suscita, lo adivina: «Su situación personal carecía de retorno. Brasillach había decidido entregarse. El infierno, con la triste imagen de un juicio humillante, con sus brazos abiertos, lo aguardaba en el Fuerte de Montrouge, durante la plenitud del invierno de 1945, con la frialdad estricta de un paredón de fusilamiento»[15].
Condicionó a su abogado a limitarse a los artículos periodísticos que constituían la base de la acusación, absteniéndose de convocar a testigos que hubieran mejorado mucho su posición pero al precio de renegar total o parcialmente de lo escrito. Comenta Isorni esta decisión con estas palabras notables: «No tenía resentimiento sino piedad o a veces algo de tristeza ante el caso de quienes creían poder torcer la suerte al precio de abandonos públicos y terminaron perdiendo , a la vez, la vida y la honra»[16].
El caso es que, durante el corto interrogatorio a que lo sometió al presidente del tribunal, respondió con firmeza y claridad pero a la vez con bonhomía y hasta simpleza y una indisimulable alegría interior, sin renegar de uno solo de sus actos o de sus líneas. Pero sin fanfarronería ni altanería ni declamaciones altísonas ni posturas desafiantes; siempre con su franca sonrisa algo infantil. Tanto impresionó esta actitud a los jurados, que –maguer la objetiva parcialidad de éstos– costó una barbaridad lograr las mayorías necesarias para obtener la condena a muerte[17].
Al escucharla, alguien en la sala gritó «¡Es una vergüenza!». Con la misma voz suave, clara y firme, contestó Brasillach «Es un honor».
Seguro de que le quedaban pocos días de vida, trabajó febrilmente en un trabajo sobre su colega de iniquidades judiciales, André Chénier[18], compuso los admirables Poemas de Fresnes[19] -que incluyen su testamento en verso– y escribió largamente a sus seres queridos. Y trató de entender y aceptar un destino que sin embargo veía inexorable como la Moira. En la última esquela, que tituló La mort en face, dirigida a su abogado y entregada a éste al comenzar el trámite de la ejecución capital, escribió «… Se dice que ni el sol ni la muerte se pueden mirar de frente. Sin embargo, yo lo intenté. No tengo nada de estoico y es duro separarse de quienes se ama. Pero traté también de no dejar a quienes me veían o me tenían en su pensamiento una imagen indigna…»[20].
Tal vez la clave de esta dura lucha entre un fuerte amor a la vida y uno no menor a la dignidad y a la coherencia del pensamiento y de la acción, haya estado en la fascinación por la juventud y la belleza. Puede haber sido esto lo que desequilibró la balanza. Algo así se adivina de su correspondencia a raíz de la carta que le dirigió la jovencita Svetlana Pitoëff, hija de su finado amigo –actor– Georges[21]. Lo cierto es que no pidió clemencia a De Gaulle, sino que se atuvo a la presentación colectiva de los intelectuales franceses. Y aceptó paulatinamente la pérdida de la esperanza.
De modo que, el 6 febrero 1945, estuvo listo para el paso final. Tras ser librado de los grillos que debió llevar durante su estancia en el corredor de la muerte, se preparó tranquilamente para el paseo final, saludó en alta voz a dos colegas de desgracia y, al llegar ante el poste tras un corto viaje en automóvil desde la prisión de Fresnes, avanzó hacia él con paso firme, se volvió a dar la cara al pelotón, sin venda en los ojos, dirigió una última mirada sonriente y, un instante antes de la descarga, tuvo entereza para gritar «¡Coraje! ¡Viva Francia!». El bueno de Isorni, acto de devoción abogadil de las que ya no hay, mojó su pañuelo en la sangre que manaba de la frente.
A setenta años de esta atrocidad, la muy liberal, democrática y derechohumanista Francia no ha revisado aún la inicua condena que acabó con uno de sus hijos más brillantes, tal vez en testimonio de una fertilidad literaria que invita al despilfarro. La misma Francia que, sin embargo, no ha hesitado en devenir, espasmódicamente, «Charlie».
Porque se trató de un puro, simple, mondo y lirondo asesinato. La palabra ha perdido fuerza, ya que en la neoparla suele hablarse de «fusilar» como sinónimo de balear, sin parar mientes en quien lo haga y si es delincuente, mejor; y «asesinato» indica toda muerte violenta, incluso cuando parte del Estado en ejercicio legítimo de la violencia. Ello, como consecuencia de la desaparición del claro límite entre lo público y lo privado, que era para Carl Schmitt una de las claves de la política.
Este fue un asesinato en el sentido etimológico del término[22]. El asesinato de un poeta por el mero regodeo de la venganza ciega, de la vesania institucional, de la envidia y de lo que él mismo calificó como un sacrificio en el altar del miedo[23].
Tanto no ha cambiado el mundo en estos casi tres cuartos de siglo.
Pero, parafraseando a nuestro genial sanjuanino, la poesía no se fusila.             Vaya para finalizar, pues, un poco de la del asesinado:

Nunca he tenido joyas                                         Es preciso conocer todas las cosas,
Ni anillos ni cadena en el pulso,                              Ser curioso de lo nuevo:
       Son cosas mal vistas entre nosotros:                        Extraño es el hábito que se me impone
       Pero me han puesto grilletes en los pies.                 Y extraño este doble anillo.

       Se dice que no es viril,                                             La pared es fría, la sopa es pobre,
       Las joyas están hechas para las chicas:                    Pero ando, a fe mía, muy orgulloso,
       Hoy, ¿cómo se posible                                             Resonando como un rey negro,
       Que me hayan puesto cadenas en los tobillos?        Adornado con estas joyas de hierro.[24]










[1] El decreto de 25 octubre 1874 estipula un pelotón de doce fusileros, uno con el arma cargada sólo con salva, y un tiro de gracia disparado por el oficial comandante a cinco centímetros de la oreja del supliciado. En este caso quien lo dio fue el suboficial. Se entiende que, con la turbación del momento, haya preferido el blanco de la frente.
[2] En Francia, la justicia en lo criminal es confiada a las cortes de assises, suerte de tribunales de escabinado, compuestos entonces de seis jueces legos y tres de derecho. Hasta 2000, sus fallos sólo eran susceptibles de recurso de casación. Desde entonces, hay un tribunal intermedio, con doce jurados y tres jueces. Pero los jurados populares, a la época de la Depuración, debían haber pertenecido a la Resistencia o tener probada filiación anticolaboracionista.
[3] Se trata de los intelectuales afines a la Resistencia. Cabe señalar que los tachados de colaboracionistas no firmaron por estar muertos (caso de Drieu La Rochelle) o presos o exiliados.
[4]  Solamente Sartre, Gide y Beauvoir, aduciendo obediencia debida al partido comunista, se negaron a firmar el requerimiento.
[5] C.fr. Isorni, Jacques: Le procès de Robert Brasillach; París, Flammarion, 1946; p. VII.
[6] Se refiere a los jefes del putsch de los generales  en Argelia, Salan, Zeller, Challe y Jouhaud.
[7] Lacouture, Jean: Charles de Gaulle 3 - Le souverain 1959-1970,  París, Seuil, 1986, p. 329.
[8]  Carr, William Guy: Pawns in the Game; Angriff Press, California, 1979.
[9] ¿Por qué mataron a Robert Brasillach?, en www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=1629&blog=
[10] Precisión muy justa: ni Béraud ni Combelle –alojados con él en Fresnes– ni el mismo Jeantet de aquella malhadada foto ni Morand ni Carrell ni el propio corrosivo Rebatet, fueron fusilados, aunque sí varios de ellos condenados inicialmente a muerte.
[11] París, Stock, 1991.
[12] París, Plon, 1939; recientemente traducido al castellano rioplatense  como Los Siete Colores (Barcelona, Ojeda, 2014, trad. de Hugo Esteva y Luis María Bandieri).
[13] París, Plon, 1941.
[14] Dato curioso: duermen allí también un secretario de Robespierre y los hijos de André Malraux –ministro de De Gaulle– que éste perdió en un accidente de automóvil en 1961.
[15]  Lesca, el fascista irreductible; Buenos Aires, Sudamericana, 2000; p. 172.
[16] Le Procés… cit., p. 9.
[17] Isorni, Le Procés... cit., p. 13.
[18] Poeta «maldito» que, a sus treinta y un años, fue condenado a muerte por el Tribunal Revolucionario y guillotinado el 25 julio 1794, tres dias antes de la caída y ejecución del propulsor de dicho tribunal, Maximiliano Robespierre. Como luego Brasillach, dedicó el brevísimo tiempo que le quedaba en una formidable producción poética que, afortunadamente, se salvó.
[19]  Traducidos al castellano como Escritos en prisión. Poemas de Fresnes (Barcelona, Nuevo Arte, 1977).
[20]  Isorni, Le procés… cit., p. 216.
[21] Aludida en la carta a Maurice Bardèche de 3 febrero (Escritos… cit., p. 71).
[22]  Diccionario RAE, 1ra.acepción: «Matar a alguien con premeditación, alevosía, etc.».
[23] Isorni, Le Procés... cit., p. 16.
[24] Joyas (29 enero 1945) en Escritos…. cit., p. 137.


jueves, 6 de febrero de 2014

El crimen de un poeta


En el blog «El Parte del Torrero», entrada del 25 diciembre 2013, bajo el título «Más sobre el Glossarium», se hace una larga cita casi desconocida de un texto de Carl Schmitt. El jurista alemán comienza ocupándose del curioso caso del poeta francés Robert Brasillach, quien, en los preparativos de su fusilamiento, mantuvo un diálogo conciliatorio con el fiscal que lo había mandado al patíbulo, M. Reboul, que concluyó con un apretón de manos.

Hoy se cumplen 69 años de ese drama. El 6 febrero 1945, cerca de las once de la mañana, quien fue uno de los más grandes poetas franceses del siglo XX, y aun de todos los tiempos, cayó bajo las balas de un pelotón fusilador en el fuerte de Montrouge, en las afueras de París. Poco antes, había sido condenado por un jurado compuesto por resistentes, por «inteligencia con el enemigo», en un juicio que duró menos de cinco horas. Reboul había sido el acusador.

El defensor fue M. Jacques Isorni, quien durante la ocupación alemana había sido abogado de resistentes y, después de la Liberación, lo fue de colaboradores.  Él lo explicaría con problemática sencillez:  «Siempre estuve del lado de los prisioneros. Éstos cambiaron después de la Liberación. Yo continué en el mismo lado». Ética profesional francamente difícil de encontrar en nuestro país, donde el maniqueísmo es regla aun en los desempeños profesionales más nobles.  Pero que en Francia se dio con muchos, desde M. Tixier -Vignancour hasta el recientemente fallecido Jacques Vergès. Posteriormente, Isorni se desempeñaría también como defensor del Mariscal Pétain, con mejor suerte, ya que éste zafó de la pena capital.

En cambio, M. Reboul ya era fiscal durante el gobierno del Mariscal y, como tal, se cansó de enviar al cadalso a resistentes, sobre todo comunistas. Con buen criterio, acorde con una tendencia  que ha tipificado el investigador noruego Jon Elster en su estudio «Rendiciones de Cuentas», la Liberación usó a estos funcionarios para perseguir a los «colabos», sin preocuparse por  cambiar la Justicia. Conocía a los hombres, sobre todo a los jueces. Parafraseando a su colega Isorni, Reboul podría haber dicho «Siempre estuve del lado de los perseguidores»: Con la conciencia tranquila, el bolsillo ocupado y el puño inflexible;  aunque ocasionalmente lo abriera para estrechar la mano a alguno de sus perseguidos. El Poder Judicial no suele ser fértil para los heroicos.

En definitiva, Brasillach fue condenado por haber opinado distinto que sus juzgadores. Jamás mató a nadie ni realizó ningún acto de colaboración; aunque sí pidió la cabeza de muchos, acusándolos precisamente de tibieza frente al enemigo: por caso, al exPremier León Blum. Lo curioso es que éste no fue ejecutado, ni por el petainismo ni por los alemanes, y sobrevivió a la guerra.

Todos los intelectuales y artistas franceses firmaron una petición de gracia, excepto tres, y por estricta disciplina partidaria comunista: Picasso, Sartre y Colette. De Gaulle, después de haber prometido a François Mauriac que conmutaría la pena a muerte, la denegó en definitiva.  Al parecer, entregó la cabeza del poeta al Partido Comunista, poderoso aliado a la sazón, quien la había reclamado imperiosamente.

En definitiva, hizo un favor a Brasillach: éste había cantado a la juventud, a la plenitud vital, a la belleza, a la «bandera negra» y al desinterés en términos tales que lo hacían existencialmente  incompatible con una vejez plácida (o no).  Su antología de la poesía griega era el libro preferido de nuestra María Elena Walsh.

Nuestro también Jorge Asís, fascinado por la figura del poeta supliciado, escribió con alguna imprecisión: «Su situación personal carecía de retorno. Brasillach había decidido entregarse. El infierno, con la triste imagen de un juicio humillante, con sus brazos abiertos, lo aguardaba en el Fuerte de Montrouge, durante la plenitud del invierno de 1945, con la frialdad estricta de un paredón de fusilamiento». Lo mismo que sostuvo con más justeza el defensor Isorni: «Si se permitía estas bromas, no era porque ignorara…que su destino era el más ineluctable, que su vida era la más amenazada de todas (las de los prisioneros en Fresnes)…».

Lo cierto es que Brasillach hizo escuela hasta en el modo de morir: sin fanfarronerías ni estridencias pero con un coraje a toda prueba, con total aplomo y serenidad, sin abandonar nunca su sonrisa ni su cortesía y habiéndose dado el singular lujo de no retractarse de nada ni de dar lástima para obtener perdón.  Y dejando para la posteridad unos «Poemas de Fresnes» que son un florilegio de la poética francesa. Demostró con esto que su admiración profunda por la antigüedad helénica no era simplemente una inquietud intelectual.

El increíble Isorni publicó de inmediato un libro decisivo («Le procès de Robert Brasillach», París, Flammarion, 1946). Años más tarde hizo lo propio con el de Pétain. ¡Y fue condenado por apología del crimen! Después de muerto, el Tribunal Europeo de Estrasburgo lo rehabilitó con estas palabras, que ahora nos parecen tan obviamente elementales:  (la libertad de expresión) « vale no solamente  para las ‘informaciones’ o  ‘ideas’ acogidas con favor o consideradas como inofensivas o ‘indiferentes’», sino  también para  aquellas que ‘ tropiezan, chocan o inquietan : así lo quieren el pluralismo, la tolerancia  y el. espíritu de apertura sin los cuales no hay  sociedad democrática’ »...

 

 

 

 

domingo, 4 de agosto de 2013

El caso del jesuita risueño


El  caso  del  jesuita  risueño

 

En sus 474 años de historia[1], nunca la Societas Iesu había logrado sentar a uno de los suyos en el trono de Pedro.  Tal vez por la aporía señalada brillantemente por el propio interesado: si el jesuita jura y vota obediencia absoluta a su Prepósito General, y deviene Papa, vendría a resultar que ese Prepósito –llamado– Papa Negro es el supremo, y no el Blanco...

Tras la abdicación del alemán Benedicto XVI, lo logró sin embargo en la persona de Jorge Bergoglio, nacido en la Argentina, quien optó como nombre para su reinado el de Francisco; el cual, por no registrar tampoco antecedente, lo dispensa de usar el numeral, al ser el primero, al menos hasta que a algún hipotético sucesor se le ocurra retomarlo.

Como es hombre de sonrisa frecuente y de verba suave y susurrante, irónico sin hiel y afecto al retruécano, viene al dedo tomarle prestado el título para estas reflexiones al jocundo católico inglés –preconciliar– Michael Burt [2]. Tan jocundo como su compatriota Evelyn Waugh, quien fue el primero en denunciar al Concilio Vaticano II como anticatólico.

Transcurridos apenas cuatro meses de su pontificado, Francisco decidió venir a América, en una suerte de jubileo juvenil, que el imbecilaje autóctono [3]–tal vez motivado por la abundancia durante él de lambada y camisinhas– interpretó como el comienzo de una singladura tendiente al aggiornamento de la Iglesia, la entronización de la homosexualidad y otras zarandajas al uso y al tono de lo políticamente correcto.

La venida a Brasil obedece, sin embargo, a razones más profundas de política eclesiástica. Ya Rátzinguer había visitado Méjico ¡y Cuba!, con similar resonancia en lo que refiere a respuesta de los fieles, clamoreos populares &c. Y antes de él lo había hecho el polaco Woytiua, sin duda más «carismático» [4], quien igualmente estuvo en Brasil y en Colombia.

Es que estos tres países son el bastión más formidable de la Iglesia Católica en el mundo, no sólo en cantidad de fieles sino también en mitos arraigados: la Guadalupana y la Aparecida y sus entornos [5] significan hoy muchísimo más –en términos terrenales y «carismáticos», claro está– que Lourdes o Fátima. Queda por cierto Czestochowa, que dejo para abajo.

Octavio Paz [6] –con confesa reelaboración de Nietzsche– atribuye esta potencia a la aptitud sincrética del catolicismo, ya evidenciada por cierto en la absorción de la Europa pagana.

En resumidas cuentas, Europa occidental está definitivamente perdida para el catolicismo. Por su hedonización en primer lugar y –segundo y principal– por su irreversible islamización, relacionada en importante medida con aquélla. Lo que no lograron Táriq y Abderramán por las armas, lo consiguió la estúpida ideología de los derechos humanos tras la culpa colectiva mal elaborada siguiente a la finalización de la segunda guerra mundial.

Y tal vez además, como concluye Julien Freund en un brillante ensayo posterior al Vaticano II, porque la Iglesia misma (conforme a la temprana e incómoda profecía de Maquiavelo) decidió desasirse de la tierra y el ordo donde se desarrolló y proyectó al mundo entero [7].

Mundo entero que, de hecho, se limitó a América: poco es lo que penetró el cristianismo en Asia, asiento de órdenes religiosos altamente complejos, y en África, tierra de órdenes demasiado primitivos para tamaño salto al neolítico. Y, en lo que logró trabajosamente afincarse en ésta, debió ceñirse a disputar palmo a palmo no sólo con el Protestantismo sino principalmente con el Islam.

Sólo queda Europa oriental, como vio brillantemente aquel gran polaco. Justamente su patria es el único país católico en ese vasto territorio. De allí Czestochowa. Pero la inmensa mayoría es dominio de la Santa Rusia, católica pero ortodoxa. La Santa Rusia que se las arregla para subsistir potencia de primer orden sin acudir al matrimonio «igualitario», a la libre disposición de sexos, a la adopción irrestricta por parejas del mismo sexo y a la blandura con el terrorismo [8]. Fue justamente el Patriarca de Moscú quien vetó el viaje de Juan Pablo II a ella. Dándole razón tardía así a León XIII, quien había dicho al obispo Strossmayer, entusiasmado por el unionismo de Soloviov: «bella idea, ma fuor d’un miracolo è cosa impossibile».

Mejor les fue a los papas polaco y alemán con sus intentos de acercamiento con la Iglesia Anglicana, buena parte de cuyo clero lograron traer de vuelta al catolicismo precisamente sobre la base de la ortodoxia en punto a la sexualidad, al feminismo clerical y al laxismo de las costumbres.

Justamente una ortodoxia irreductible y combativa, que es la clave de bóveda de aquella comentada primacía del Islam y caracteriza sin fisuras a las Iglesias orientales, al grado de parecerle al pontífice italiano un «mirácolo»  su reducción.

De este modo, las tres Ciudades Celestes se repartirán en el cercano porvenir probablemente así: Jerusalén para el judaísmo, que ya la detenta; Roma para el Islam y Moscú para la catolicidad europea remanente.

¿Cuál será la cuarta? Seguramente el sonriente Francisco barrunta la respuesta.



[1] Dejo de lado la quæstio de los cuarenta años de supresión entre 1773 (breve Dóminus ac redemptor de Clemente XIV) y la restauración de Pío VII en 1814 (bula Sollicitudo omnium ecclesiarum); que para algunos resulta definitiva (c.fr. Disandro, Carlos A.: El Breve que abolió a la Compañía de Jesús; La Plata, Veterum Sapientia, 1966); por exceder notoriamente el marco de este artículo.
[2] En Selecciones del Séptimo Círculo, Madrid, Alianza-Emecé,  1974.
[3] Habría que agregar el hijoputaje de la gran prensa, pues cuesta creer tamaño fervor francisquino, cuando se exime a las otras grandes confesiones monoteístas de lo que se le reprocha a la Iglesia Católica y se llega a entrecomillar oraciones supuestamente escandalizantes, que el Papa no pronunció nunca en esa literalidad.
[4] El mismo imbecilaje ha secularizado este adjetivo, equiparándolo a la capacidad para atraer y subyugar multitudes o grupos de personas. La palabra, sin embargo (griego: jarisma, i.e. gracia, beneficio), tiene origen eclesial y designa a los “dones y talentos de cada criatura para el desarrollo de su misión dentro de la Iglesia” (Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana; Madrid, Espasa Calpe, 1958; 11: 970; Corominas, Joan: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana; Madrid, Gredos, 1996; 133). Desde esta perspectiva, resulta estúpido comparar a un Papa con otro.
[5]  El indio Juan Diego –canonizado– en Guadalupe; los Pedroso en la cuenca del Paraíba do Sul.
[6]  Vuelta a ‘El Laberinto de la Soledad’; Méjico, FCE, 2004; 341 y pássim. Allí se lee este aserto asombroso: “Los jesuitas son los bolcheviques del catolicismo” (343).
[7]  El Fin del Renacimiento; Bs. As., Ed. de Belgrano, 1981; trad. del francés de Luis Justo; cap. 4 El enigma del cristianismo.
[8]  Remito por brevedad al nro. 131 (abril a junio 2009) de la revista parisina Éléments, titulado expresivamente Demain les Russes!

lunes, 2 de julio de 2012

Sadowá

Se cumplen 146 años de la batalla de Sadowá o Königgrätz (hoy Hradec Králové, sobre la cuenca del Elba, en la actual República Checa), que acabó con la Confederación Germánica, fundada en 1815 por obra conjunta del genio político de Métternich y del ocaso de la estrella de Napoleón. Cuya constitución marcó de hecho el comienzo de la reconstrucción del Sacro Imperio disuelto en 1806 por Francisco II de resultas del tifón militar napoleónico.
Con pérdidas de un veinte por ciento de las del enemigo, el ejército prusiano, organizado y coordinado por Moltke, derrotó al austríaco, mandado a la sazón por el general húngaro Benedek. Austro-bávaro-sajón en verdad, porque pelearon en él fuertes contingentes venidos de Hánover, Hesse-Kassel, Baviera, Sajonia y Wúrtemberg. Fue el triunfo de la doctrina militar prusiana, que llegaría a ser la más aventajada de Europa, y especialmente del fusil de aguja Dreyse sobre el de avancarga Lorenz que aún empleaba el ejército imperial.
Sadowá marcó la desintegración definitiva de la unidad política de la nación alemana (Austria jamás volvió a ella, salvo el efímero Anschluß de Hitler, que duró lo que éste) y dejó subsistente el viejo Imperio de los Habsburgo sólo en su proyección hacia el oriente. La cual se pulverizó con los certeros balazos de Gavrilo Prinzip sobre el Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, acaban de cumplirse 98 años el 28 p.pdo.
La fórmula imperial, apoyada en un principio de unidad espiritual sobre una difusa y proteica proyección territorial, étnica y lingüística, permitió, nolens volens, una larga paz en regiones altamente conflictivas y hasta un relativo mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos, en medio de una coexistencia de estilos, instituciones, costumbres y religiones.
Paralelamente, Sadowá marcó el comienzo de la hegemonía prusiana sobre la Alemania no austríaca, que, tras la derrota francesa en 1870, desembocó en un Reich que no fue en verdad otra cosa que un Estado Nación nostálgico de ciertas grandezas medievales y organizado bajo una estructura formalmente federativa. El cual a su vez se sepultó en 1918, tras la derrota causada por la decisiva intervención de los EE.UU. en la Gran Guerra.
Fue al término de ella en que desaparecieron los otros dos grandes Imperios sobrevivientes, cabales paradigmas de excelsa organización geopolítica: el Británico y el Otomano (la Sublime Puerta de Estambul). El primero, a expensas de la transferencia de la hegemonía atlantista hacia aquellos EE.UU. de América. El segundo, como consecuencia de los sueños pacifistas, igualitarios e igualadores de su Presidente Woodrow Wilson, que desembocaron en la explosión –ora simultánea, ora sucesiva– de polvorines tales como los Balcanes, el Kurdistán, los reinos árabes entre Irán y Turquía, los países musulmanes cercanos a la India; que sigue en el tercer milenio.
Sadowá, pues, puso el puntal de la contemporaneidad que, basada en utopías de diverso cuño, habría de desembocar en las mayores hecatombes de la historia humana, en Estados inestables y en fórmulas políticas y económicas globalizadoras sedicentemente salvíficas, que a poco se desmoronan como castillos de naipes.
Merece, por todo esto, ser sacada un poco del olvido.

miércoles, 23 de mayo de 2012

La Napoleona

      Nuestra autócrata populista (bonapartista, en el significado de la doctrina política a propósito del III gobernante francés con el apellido corso), al inaugurar el año legislativo, anunció con habitual prosopopeya el envío del proyecto de códigos Civil y de Comercio unificados. Con su hipotética promulgación, fantaseó con que pasaría a la historia como "la Napoleona" del tercer milenio.
    Se ve que se le agotó la paciencia y prefirió dar sin demora su Austerlitz en el campo petrolero, "recuperando" heroicamente la empresa YPF, asunto que de momento dejaremos de lado.
    Poco sabemos del formidable proyecto codificador, salvo de sus aspectos políticamente correctos (matrimonio "igualitario", alquiler de vientres, adopción libérrima, bancos de esperma de cuasi libre disponibilidad etc.). 
    Lo que sí sabemos es que no se trata de empresa fácil. Así por lo menos lo demuestra la historia (a cuyo fin estamos llegando, en la pretensión de la revolucionaria innovadora).
    Para demostrarlo, transcribimos -con su permiso generoso- el trabajo de un amigo sobre el complejo asunto:


La  Vía  Crucis  de  la  Codificación

Notó Sorel que la política, en tanto actividad social, necesita, para pervivir y desarrollarse, del mito.  El cual  no se confunde con la utopía (cuyo sustrato es racional) y puede ser considerado como una suerte de idea-fuerza que motiva la acción de los hombres, enderezada a una hipotética batalla futura, de cuyo acaecimiento y victoria están ciertos. No se conjuga, por tanto, en clave de verdad o falsedad [1].
Los mitos, en síntesis, para el gran revolucionario francés, “no son descripciones de cosas sino expresiones de una determinación a actuar”; deben ser considerados “como un medio para ejercer cierta acción sobre el presente; cualquier tentativa para averiguar hasta qué punto puede(n) ser concebido(s) literalmente como historia futura carece de sentido[2].
Como la política, el derecho (“la mejor escuela de la imaginación”, al decir de Giraudoux) necesita también de los mitos así concebidos.
Pues bien: el mito del siglo XIX fue, tanto para el derecho público como para el privado, la codificación.
No en el sentido que le daban los antiguos [3] sino en el que venía abriéndose paso a partir de la Revolución Francesa y de la generalización e imposición de las concepciones racionalistas que ella aparejó, y cuyo culmen fue el Code Napoleon. Es decir, no ya una agrupación ordenada de disposiciones relativas a una materia jurídica [4], ni siquiera con expurgación de aquéllas derogadas [5], sino la composición de un corpus armónico, integral, sometido a toda suerte de crítica (racional, estilística, técnico jurídica &c.), que compendiara el alfa y el omega del contenido de la materia tratada. Algo así como la Enciclopedia del contenido positivo de un campo jurídico determinado. Parafraseando al Aquinate podría predicarse: Quid non est in codicem non est in mundo...
Y facilitara su acceso y manejo, mediante una ordenación basada en la progresividad de una clave numérica (los “artículos”), condicionada generalmente por la inserción combinada de otras claves (igualmente numéricas, en todo o en parte) que allanaran a su vez ordenaciones metódicas internas (“libros”, “títulos”, “capítulos”, “secciones”, “parágrafos”). En definitiva, la consagración del principio de racionalidad en el ordenamiento jurídico positivo, muy a tono con una época en que el racionalismo campaba por sus fueros de manera soberana, impuesto como dije por la difusión de las filosofías iluministas desarrolladas en el siglo XVIII, ópera de la Revolución Francesa [6]. Casi solitarios, los historicistas liderados por Savigny, se desgañitaban proclamando y enfatizando las desventajas de la codificación, en nombre de la dinámica inefable del Volkgeist; sin que ni en su propia patria pudieran, en definitiva, imponerse [7].

* * *

El mito de la codificación del derecho público se cumplió o satisfizo con la sanción de la Constitución de 1853, producto de la determinación inexorable de Urquiza que desembocó en la reunión con toda urgencia del Congreso General Constituyente en Santa Fe, incluso superando el desaire de los porteños; y en la jura pública en todo el país (9 julio 1853) del texto resultante tras la fatigosa sesión de la noche de Walpurgis de aquel año, firmado a las 10 del 1ro. mayo, justo al cumplirse los dos años del Pronunciamiento del General victorioso en Caseros; y promulgado por éste en San José de Flores el siguiente 25 mayo [8].
Fue precisamente este códice fundamental el que imperó que el dictado de los Códigos de fondo (Civil, Penal, de Comercio, de Minería, de Ciudadanía y de Bancarrotas) correspondería al Congreso nacional, a contrapelo de la orientación de la Constitución norteamericana de Filadelfia que le había servido de fuente fundamental [9]. Criterio ratificado con la incorporación de Buenos Aires al régimen codificado de la Confederación Argentina y la consecuente reforma ad hoc que fue menester realizar en 1860, tras la segunda Cepeda y los Pactos de San José de Flores (11 noviembre 1859).
Urquiza se preocupó por rematar su obra codificadora, anticipándose incluso a la tarea del Congreso Constituyente: el 24 agosto 1852 creó por decreto las comisiones cometidas de proyectar los códigos civil, penal, comercial y procedimental. Precisamente la primera terminó presidida por Dalmacio Vélez Sársfield tras la declinación del cargo de redactor por Lorenzo Torres.  Incluso, el Congreso de Paraná llegó a homologar esta orientación por ley de 2 diciembre 1854 [10].
Pero los disturbios políticos derivados del 11 septiembre 1852 frustraron estos propósitos: Buenos Aires terminó segregándose de la Confederación y erigiéndose en Estado independiente [11]. El 11 abril 1854 dictó su propia Constitución [12]. Esta situación se prolongaría hasta el 11 noviembre 1859, fecha de los citados Pactos de San José de Flores.
Y, coherente con el mito, dio en otorgarse su propia codificación legal.
Lo cual logró en poco tiempo, en lo que hace al Código de Comercio. Debiose éste a unas circunstancias curiosas y hasta jocosas: empeñado Sarmiento en modernizar el Estado dotándolo de códigos –nuevamente el mito, que el sanjuanino cultivaba entusiastamente–, aunque más no fuera para emular a Bolivia, Chile y Uruguay, convocó a Dalmacio Vélez Sársfield y a Carlos Tejedor para emprender tamaña tarea. El primero se opuso terminantemente, por considerarse inepto a tan elevado propósito, como todos los demás juristas argentinos de la época. “Un código de comercio, sí; eso es indispensable hoy, por lo insuficiente de las ordenanzas de Bilbao, y para eso estoy preparado[13].
El caso es que, poco después (1854), Vélez Sársfield era nombrado ministro en el gabinete del gobernador Pastor Obligado, ocasión en que la tozudez del sanjuanino -a la sazón senador- logró que se designara, en definitiva, a los Dres. Eduardo Acevedo y José Barros Pazos como redactores del proyecto, reservándose el novel ministro el papel de revisor.
Fue en definitiva sólo el primero quien tuvo a su cargo lo sustancial de la tarea [14], siendo problema dificilísimo determinar la cumplida por el ministro. Los celos típicos de estos casos, las mezquindades políticas, las suspicacias tan criollas, han cubierto de bruma esta cuestión. Lo cierto es que el proyecto definitivo, constante de 1.755 artículos, presentado al gobernador el 18 abril 1857, fue firmado por ambos juristas, correspondiendo a Vélez el informe que lo acompañó [15]. El trabajo había comenzado en junio 1856, lo cual significa que insumió –maguer su magnitud- apenas diez meses.
El método para la transición adoptado por los codificadores fue el siguiente:
Hemos tomado entonces el camino de suplir todos los títulos del Derecho Civil que a nuestro juicio faltaban para poder componer el código de comercio. Hemos trabajado por esto treinta capítulos del Derecho común, los cuales van interpolados en el código en los lugares que lo exigía la naturaleza de la materia”.
Estas addendæ rigieron el derecho civil durante más de diez años, tan sensatas y profundas fueron; y en buena medida lo condicionaron (las que subsistieron a la purga de 1889) después, como lo demuestra -por ejemplo entre muchos- la evolución de la jurisprudencia en materia de la admisión del pacto comisorio tácito, que se anticipó a la reforma legislativa de 1968.
Los autores no disimularon sus fuentes, bastante obvias por lo demás: el Código francés de 1807, el español que se inspiró en él, el portugués, el brasilero, el holandés, el proyecto para el Reino de Wurtemberg, amén de las famosas Ordenanzas de Bilbao [16].
El tratamiento en la Legislatura de Buenos Aires fue azaroso, complicado y fatigoso. Solamente la conjunción de los esfuerzos de un gran empeñoso  –como Sarmiento, como se dijo, senador– y de un hábil político –como Mitre, a la postre gobernador, además de constante hombre fuerte– pudieron remontar la resaca legislativa, calificada paradójicamente por el sanjuanino de “tempestad”  [17]. Sarmiento, con su proverbial desparpajo, decía que la oposición se dividía en tres categorías: “los que nada sabían sobre comercio ni leyes”, capitaneados por José Mármol, “los comerciantes” (?), con Alcorta, y “los abogados” (!) [18]. Y agregaba estas palabras durísimas pero ¡tan exactas!, que lo filian también entre los peronianos ante tempus en esto de las comisiones [19]:
El proyecto “...ha sido rechazado dos veces, y como éste es el último año que me toca sentarme aquí, quiero tener el honor que sea rechazado por tercera vez, porque estos hechos han de ser instructivos para el futuro. Así se echa de ver cómo el camino sencillo y llano no se ha adoptado, para adoptar otros que no tiene salida. La experiencia de dos años ha dado este resultado: se han nombrado dos comisiones, y vencido el tiempo se han encontrado como antes, pues no habían hecho nada, o si habían hecho algo era incompleto o muy poco en el examen del Código.” [20]
Al final, restañados algunos agravios personales, el Senado terminó aprobando el proyecto, tras aquellas tres presentaciones. La Cámara de Diputados siguió el mismo camino, aunque se las compuso para quitarle “toda la parte dispositiva para las enmiendas y manera de incorporarlas en el texto cada diez años, nombrando una comisión de revisión[21]. La protesta de Sarmiento respecto de esta modificación demostró ser profética: el Código de Comercio es hoy un galimatías indescifrable, salvo por quien haya tenido el privilegio de una excelente formación jurídica. Y esto porque jamás se ha ordenado su texto, al que por el contrario se han insertado infinidad de enmiendas y de reformas. La posición del sanjuanino era favorable a la ordenación automática decenal, como al parecer se hacía en la época en los EE.UU.A. [22]
El caso es que el trámite legislativo insumió tres años y medio. Esto convenció a Sarmiento de la necesidad de un recurso extremo, incompatible con la sustancia institucional misma de las asambleas legislativas [23], cual es el de la aprobación “a libro cerrado”, necesaria en el caso “a ojos abiertos”, según el afortunado retruécano de Héctor Cámara [24].
Poco después advino la segunda Pavón, los pactos Mitre-Urquiza y el triunfo del porteñismo. Ya Presidente  de facto Mitre [25], mediante la ley 15, promulgada el 12 septiembre 1862, se declaró “Código nacional, el Código de comercio que actualmente rige en la provincia de Buenos Aires, redactado por los doctores don Dalmacio Vélez Sársfield y don Eduardo L. Acevedo”.
Muy poco más tarde ya era Mitre Presidente de iure. En tal carácter, con el refrendo de su ministro Eduardo Costa, encomendó el 20 octubre 1863, a Dalmacio Vélez Sársfield y a Carlos Tejedor, respective, el proyecto de los códigos civil y penal. Al efecto, hubo de saltarse a la torera una ley de 6 junio 1863 que disponía la conformación de comisiones para tal objeto. Mitre –hombre expeditivo y, como dije, hábil político– debía abrigar hacia las comisiones –avant la lettre– las mismas prevenciones que su colega de un siglo después Juan Domingo Perón [26].
Y no es casual que siempre fuera Vélez el atendido para desempeñarse en tan delicados cometidos. Más allá de su versación jurídica, era un hábil y exitoso abogado, un periodista –bien que aficionado– de fuste, un polemista formidable, un político enérgico y decidido amén de versátil para adaptarse a la cambiante política criolla, y un trabajador entusiasta e infatigable; no por nada, sus enemigos lo llamaban Doctor Mandinga [27]. Aparte, conocía a Cujaccio... [28].
Lo cierto es que, ya en junio 1865, Vélez había terminado el primer libro, del cual envió un ejemplar a su amigo y mentor, el jurista brasilero Augusto Teixeira de Freitas, autor de la célebre “Consolidação das leis civis” y del “Esboço…” que fueron su fuente principal [29]; y otro al Dr. Juan Bautista Alberdi, residente a la sazón en Europa.
¡Para qué lo habrá hecho! Se despachó éste con una feroz diatriba, en la que de lo que menos acusaba al doctor era de ¡agente del Imperio del Brasil! [30]. Al extremo de olvidarse de la posición sustentada en las “Bases[31] y pretender ahora que lo ideal era que cada Estado federado se diera su propio ordenamiento legal de fondo, como en los EE.UU.A. [32]; asunto que de todos modos incumbía al Congreso nacional (por vía de iniciativa de reforma constitucional) y no al pobre don Dalmacio [33].
Pero no fue sólo Alberdi el que vapuleó al autor del proyecto: en la Revista de Buenos Aires, el Dr. Vicente Fidel López se ocupaba, con mayor altura y mejor estilo, precisamente de éste, de “la terminología y los vicios de redacción”, señalando con justicia algunos bastante graves pero peccata minora ante una obra de 4.051 artículos redactada a marchas forzadas, sin el auxilio de correctores  ¡y con pluma de ganso! [34].
Vélez, en sendos artículos publicados en El Nacional y La Tribuna, ambos de Buenos Aires, el 25 mayo y el 29 julio 1868, respective, se ocupó de refutar a Alberdi en un estilo claro, contundente, hasta demoledor, pero privándose casi de la invectiva personal y hasta de la ironía corrosiva.
El caso es que, contra viento y marea y a marchas forzadas, el proyecto del código estuvo listo para 1869 y, sometido al Congreso, éste –mediante la ley 340 de 25 septiembre 1869 [35]– lo aprobó “a libro cerrado”, conforme al imperioso deseo del ahora Presidente Sarmiento [36]. A la sazón, Vélez era el Ministro del Interior, circunstancia que no le impidió intervenir activamente en las tareas de lobbying ni, por cierto, percibir los cien mil pesos en fondos públicos del 6 % que la ley 341 (25 septiembre 1869, el mismo día del libro cerrado) le asignó como compensación a sus ingentes trabajos. En revancha a tamaña enormidad institucional, sólo modificó una cosa, lo que se reveló a la postre como un acierto: el novus ordo entraría a regir recién el 1ro. enero 1871, lo cual significaba imponer una suerte de dilatado “período de reflexión”; más que necesario para adaptarse a la profundidad de las reformas. Baste considerar las consagradas en materia de derechos reales, con la supresión de los censos, las capellanías, las superficies y la enfiteusis (todos institutos medievales hispánicos, ajenos al derecho romano que tan bien conocía y manejaba Vélez), la reducción sensible de los plazos de liberación o, en materia sucesoria, la parificación de los herederos y la institución de un régimen legal de adjudicación de las herencias. Entrado el siglo XX, el problema creado por las viejas capellanías suprimidas treinta años antes, aún no había sido resuelto [37].

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Esto demuestra, a la distancia, el acierto del proceso de codificación llevado adelante con indefectible ahínco por Mitre y por Sarmiento, con el notable vicariato de Vélez Sársfield. Baste considerar que, en un lustro y medio, el país, de regirse por: 1) el Fuero Juzgo, 2) el Fuero Real, 3) la Recopilación de Castilla, 4) las Leyes de Partida, 5) la Novísima Recopilación, 6) las Leyes de Indias y 7) las Ordenanzas de Bilbao (para el comercio) [38] (!), pasó a serlo por dos cuerpos sistemáticos, breves a la luz de los mamotretos que agrupaban tan heteróclita legislación, en lenguaje llano y acorde con los tiempos corrientes, de fácil manejo y sencillísima consulta aun por los legos, y coherentes con los principios más modernos imperantes en el mundo civilizado de la época. No por nada Sarmiento incluía a “los abogados” entre los enemigos del novus ordo, cual sumos sacerdotes de un culto en extinción [39]. “Humano, demasiado humano”, al decir de Nietzsche [40]: ¡a despecho de ejecutorias, títulos y famas, deber comenzar ex nihilo, a una edad en que falla la proclividad para hacerlo, tropezando para colmo con la competencia de mozalbetes dispensados de pronto del pesado fardo que antes debiose cargar!
No menos humano que la inevitable chapucería incurrida con las ediciones de la obra. A las iniciales, secuenciadas a medida en que los libros iban viendo la luz (de la Imprenta de la Nación Argentina el primero; de la Imprenta Coni los siguientes –1866/1867, 1868 y 1869–), vino a suceder una segunda, decidida por ley para ser realizada en Nueva York, dada la supuesta superioridad técnica de las imprentas de aquella ciudad. Esta edición, no obstante estar plagada de erratas, fue declarada auténtica por ley de 16 agosto 1872. Como los errores seguían siendo demasiado notorios, por ley de 1882 (llamada, justamente, de erratas) se introdujeron 285 correcciones más. En todo este largo proceso (casi tres lustros) intervinieron eminentes hombres públicos y grandes juristas, pero lo cierto es que resulta casi imposible determinar qué es lo que en cada caso escribió Vélez (y el Congreso le aprobó a libro cerrado)  y lo que en definitiva rige como Ley de la Nación... Peccata minora, diré nuevamente, ante el hecho formidable de contar ésta con su Código Civil y a despecho de los magullados que, inevitablemente, deben de haber quedado en el camino de la Historia...

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En cuanto al método empleado para distribuir los preceptos en ambos cuerpos, era bastante acertado y criterioso. En ambos, las materias se dividían en cuatro libros, de los cuales los primeros correspondían a las personas y los segundos a los contratos y las obligaciones. Recién con los tercero y cuarto se producía el obvio divorcio: mientras que los del código comercial se ocupaban del comercio marítimo y de las bancarrotas [41] respective, los del civil trataban sobre los derechos reales y la transmisión de los derechos (mortis causa, por el transcurso del tiempo, las preferencias creditorias &c.).
En ambos casos, había un Título Preliminar que, en el código de comercio, cubría la mayor parte de los preceptos civiles que los codificadores se habían visto precisados a incorporar según cita de supra. En el civil, imperaba sobre principios generales que bien podrían integrar un capítulo de la constitución, como los relativos a la fuerza y vigencia de las leyes y a la eficacia del tiempo en el derecho.
Es fácil concluir sobre la superioridad de este sistema sobre el del Code Napoleon, que solamente tiene tres libros [42] y –los principios generales– los incluye también en un “título preliminar” llamado “De la publicación, de los efectos y de la aplicación de las Leyes en general” (arts. 1 a 6). El mélange entre las obligaciones y sus fuentes es suficientemente conocido como para recrearlo acá. Ya el mismo Vélez se encargó de puntualizarlo en sus notas al Código Civil [43], bien que sin eximirse en su obra de muchos de los vicios metódicos que imputó a su modelo francés.
¿Tendría Vélez alguna iniciación esotérica, atento a su predilección por el número “4” [44]?.
Vaya uno a saber [45]. Lo cierto es que su método, aun después de tanto tiempo, se evidencia  como muy bueno y, a pesar del agua corrida bajo los puentes, nada démodée.
Atiéndase, si no, a lo que ocurre con el Código Civil italiano, que data de 1942, que unifica el régimen civil, comercial y laboral en materia de obligaciones y contratos y que constituye tal vez el corpus iusprivatístico más perfecto de los que actualmente rigen. Principia con unas “Disposiciones sobre la Ley en general” y sigue con los siguientes Libros: I, “De las Personas y de la Familia”, II “De las Sucesiones”, III, “De la Propiedad”, IV, “De las Obligaciones”, V, “Del Trabajo” y VI, “De la Tutela de los Derechos”, y un total de 2.969 artículos [46]. Aun atendiendo las notorias diferencias señaladas, no puede predicarse una superioridad neta en lo que hace a lo metódico, salvo, sin duda, en la cantidad de artículos.
Hay una diferencia notable entre ambos códigos, el civil y el de comercio: Vélez puso notas a la mayoría de los artículos que proyectó, las cuales fueron escrupulosamente respetadas por las muchísimas ediciones que se hicieron, excepción hecha de una que intentó “Claridad” para abaratar costos y que fracasó estrepitosamente. Esas notas, muchas de ellas de notable erudición y hasta de impecable estilo –malgré V. F. López– suelen auxiliar no poco (aunque no siempre) a la interpretación del articulado del Código. De ellas resultan no sólo las muchas fuentes de que se sirvió con autoridad el codificador sino el encomiable producto final de éste. Por caso: el sistema registral instituido para las hipotecas, se constituyó a la postre, y sin que pasara demasiado tiempo, en la base del sistema registral generalizado en materia de propiedad de inmuebles.
En cambio, el producto final de la labor conjunta de Eduardo Acevedo y de Dalmacio Vélez Sársfield se redujo a una Exposición de Motivos muy minuciosa, que lamentablemente muy pronto fue suprimida de las sucesivas ediciones, más aún luego de la profunda reforma de 1889. Se ha perdido así una formidable fuente de interpretación auténtica, vaya uno a saber por qué.

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¿Qué sucedió en definitiva con el fruto de tan formidables trabajos?
El Código de Comercio fue ajustado inevitablemente en 1889 ante la sanción del Civil [47], tras un intento de Lisandro Segovia de reformarlo de manera integral, conforme a la legislación mundial más avanzada. La Comisión legislativa parlamentaria, integrada por los Dres. Benjamín Basualdo, Ernesto Colombres, Wenceslao Escalante y Estanislao S. Zeballos, decidió realizar una labor de aggiornamento, sobre la base del código existente, a cuyo efecto cada componente se ocupó de uno de los libros [48]. Todavía no habían aparecido, en nuestro Congreso, los asesores.
Pronto este producto depurado comenzó a ser complementado por leyes insusceptibles de ser encajadas en el texto original [49], motivo por el cual se optó por agruparlas en un Apéndice. Lo cual constituye un contrasentido, porque cualquier apéndice, por ínfimo y escueto que sea, destruye el código y lo transforma en una simple compilación. Acá se advierte la razón que tenía Sarmiento cuando tronaba contra la modificación legislativa al proyecto, que él propiciaba, de un texto ordenado automáticamente cada década.
Pero lo peor estaba aún por advenir: pronto se dictó una nueva Ley de Quiebras (4.156) absolutamente autónoma, posteriormente sustituida por la 11.719 (27 septiembre 1933). Por constituir el Libro IV, se pudo insertárselas sin dificultad en el texto del Código, lo cual así ellas ordenaron (art. 207 de la segunda). Ya en 1972, a pesar del fuerte proceso diferenciador del Derecho Concursal, la ley 19.551 no abandonó este criterio. No obstante, los editores, por imperio de ellas mismas y tal vez también por razones económicas, siguieron incluyéndola en el ejemplar del Código de Comercio, en el lugar que debía ocupar el Libro IV y sin perjuicio del cada vez más voluminoso Apéndice.
Muy poco tiempo después, el Libro III fue sustituido por la Ley de la Navegación 20.094 (2 marzo 1973), también autonomizada. El Código quedó, pues, partido por la mitad.
¡Si esto fuera todo!: buena parte de los contratos e instrumentos comerciales, regulados en el Libro II, como los seguros, las sociedades, las letras de cambio, los pagarés y los cheques, fueron regulados por separado por sendas leyes -en sentido material- que poco se preocuparon por su inordinación en el Código, más allá de estatuir indefectiblemente su inserción en éste [50]. Empeñosos y resignados, los editores las insertaron en el lugar o los lugares que debían haber ocupado según el orden original y tutti contenti... a condición de tener idea acabada de tan endiablado proceso. ¡Cabe imaginar que haría un lego si tuviera que buscar, v.gr., el art. 565 del Código de Comercio! [51] ¡Y uno de los objetivos de la codificación es facilitar el acceso a las leyes de los legos!
Para rematar este desquicio, sucesivas leyes metieron mano en algunos artículos del hasta ahora invicto Libro I, también con numeración propia. Los Auxiliares del Comercio (Martilleros -ley 20.266- y Corredores -ley 25.028-) quedaron así injertados en un texto que ya no soporta más parches.
En resumidas cuentas, el Código de Comercio no existe ya: trátase de la edición unificada –bajo ese engañoso título– de una compilación abigarrada de disposiciones legales diversas que disciplinan la materia comercial.
Paradójicamente, para un autor tan profundo y lúcido como Cámara, esto no es disvalioso ni apareja inconveniente alguno:
El Código de Comercio no importa ‘una variedad de leyes especiales’, porque todas ellas ‘integran y constituyen’ ese cuerpo legal, en sustitución de las normas derogadas (...) En síntesis, todas estas leyes ‘constituyen’ el Código de Comercio, al componerlo y correr dentro de su articulado; no es, como se arguye para derogar el Código mercantil, un manojo de leyes sueltas.
Ello se justifica por el carácter del ius mercatorum, de gran dinamismo, flexible y elástico...[52]
A esta argumentación (enderezada contra los “iconoclastas” a que me refiero infra que querían refundir el Código de Comercio y el Civil) cabe responder: ¿a qué, entonces, el Código, ya que en definitiva siempre ese “dinamismo” lo mantendrá anquilosado? Como digo más arriba: ¿qué puede hacer un lego ante tamaño Mälstrom? Y –lo principal–, por vía de absurdo el ilustre comercialista viene a dar razón a los “iconoclastas”, ya que el ius mercatorum tan dinámico &c. no va a dejar de existir porque se lo encierre dentro de otro código.
¿Quién le pone pues el cascabel al gato y encara un nuevo códice? Poco se ha hablado de ello, aunque sí se proyectó fundirlo –como anticipé– con el Código Civil, a la manera en que se hizo en Italia en 1942. Esto se lo propuso el notable proyecto de Ley de Unificación de la Legislación Civil y Comercial de la Nación [53] que, en 3.935 artículos permanentes y un anexo de disposiciones complementarias, condensaba toda la materia civil y comercial. Como nota curiosa, restauraba el derecho real de superficie, suprimido por Vélez por retrógrado más un de un siglo atrás (art. 2.614)... Tras un largo y azaroso trámite parlamentario, finalmente fue vetado, con la promesa –¡tan argentina!– de que en breve se subsanaría el problema causado convocando a ¡una comisión!
Entrando ya en el Código Civil en función de esta tendencia unificadora, la verdad es que esa promesa se cumplió: mediante decreto 685/95, se convocó una comisión de notables (Atilio Aníbal y Jorge Horacio Alterini, Héctor Alegría, María Josefa Méndez Costa, Julio César Rivera, Horacio Roitman y Augusto César Belluscio [54]), la cual, con la sonada deserción de este último, elevó al Ministro de Justicia el producto de su cometido el 18 diciembre 1998. Seguía la tesitura unificadora de su fracasada antecedente y reducía esta vez los artículos a 2.532, con los consabidos complementarios, que eran 23, e insistiendo en la reinstauración de la superficie (art. 2.018 ahora) [55].
La Cámara de Diputados –cámara de origen– tuvo la feliz idea de constituir ¡una comisión! que produjera despacho en 180 días, a la que pretendió incorporar -para facilitar las cosas- a representantes de la de Senadores.
Como un siglo antes [56], fue el Colegio de Abogados (de la provincia de Buenos Aires), el que se opuso al proyecto (documento de 7 agosto 1999), cuestionando más que todo la oportunidad. Pero ahora no estaba Sarmiento.

* * *

Lo cierto es que, hasta ahora, el enjundioso trabajo duerme el sueño de los justos, vaya a saber en qué cajón de qué despacho del H. Congreso Nacional.
No es menos cierto que todos los proyectos de aggiornar el Código Civil durante gobiernos de iure fracasaron. Así ocurrió con el notable anteproyecto del Dr. Juan Antonio Bibiloni (a raíz del decreto 12.542/26 del Presidente Alvear), de 1929, reformulado por la Comisión de 1936 (integrada por Héctor Lafaille, Juan Carlos Rébora, José A. Gervasoni, Rodolfo Rivarola, Gastón Federico Tobal, César de Tezanos Pintos, Roberto Repetto y Enrique Martínez Paz [57]). Y con el Anteproyecto del Subsecretario de Justicia, Dr. Jorge Joaquín Llambías, de 1954. Para concluir sobre el ciclópeo cometido de Vélez, atiéndase a que una comisión tardó diez años para hacer lo que un solo hombre hizo en menos de cinco; que no era además lo mismo, ya que el Dr. Vélez Sársfield obró ex nihilo y los comisionados trabajaron sobre un texto ya existente.
Solamente –hélas– los gobiernos de facto fueron exitosos en la reforma de los viejos códigos, bien que parcial: el decreto ley 4.777/63 logró actualizar el Libro I del de Comercio sin afectar su estructura unitaria. La ley 17.711, debida a la inspiración del entonces Ministro del Interior, Dr. Guillermo A. Borda [58], representó el intento más serio de lograr una reforma integral, aspecto en el que fracasó aunque incorporó importantes modificaciones que sin duda vivificaron el viejo corpus. Esta ley fue promulgada justo al cumplirse noventa y nueve años de la sanción original.
Es de apuntar también que el Código Civil conserva aún una unidad notable, a despecho del cada vez más abultado Apéndice que lo complementa (y lo transforma, al final de cuentas, en una compilación más). Incluso, las leyes 23.515 y 23.264 (modificatorias de la 2.393 de Matrimonio Civil, que fue una de las primeras en integrar el Apéndice) y la 24.540, lograron reintegrar al texto la regulación íntegra del matrimonio y de las relaciones de familia, sin afectar virtualmente para nada la numeración correlativa.
¿Qué habrá querido decir el Constituyente de 1994 al introducir en el texto del –ahora– art. 75-12 la expresión “en cuerpos unificados o separados”? ¿Habrá pretendido zanjar con la suprema autoridad positiva el debate suscitado por algunos respecto de la pretensa inconstitucionalidad de la Ley de Unificación? ¿O habrá querido legalizar a la criolla la existencia de estos cada vez más voluminosos Apéndices que desnaturalizan a los códigos hasta no dejarles de tales más que las letras de molde de las tapas?
Hélas, el venerable Code Civil Français tiene asimismo un importante apéndice (bajo la denominación de “Textes Annexes”), que demuestra que también el legislador galo ha tenido temor –o no ha podido– de enmendarles la plana a los gigantescos Tronchet, Portalis, Bigot de Préameneau y Maleville [59]. Pero se advierte una proclividad mayor a ajustes legislativos periódicos, respetando al máximo el orden numeral del texto original.
Francia no ha padecido demasiadas interrupciones institucionales. Lo cual sin duda debe tranquilizarnos en cuanto a la inquietante conclusión esbozada supra: que sólo los gobiernos de fuerza son capaces de introducir reformas legislativas profundas.
De todos modos, ¡qué bien les vendrían a muchos formalmente legalistas,  autoritarios” del modelo de Mitre o de Sarmiento! Al fin y al cabo, ¿no es que summum ius summa iniuria?
¿O será que, al cabo de los siglos, el mito ha periclitado y resultó que tenía razón Savigny y que los códigos son imposibles e inviables, salvo en su propósito general de homogeneizar, generalizar y popularizar los preceptos legales, sin llegar a extremas coherencias filosóficas? Y que habría que contentarse, con sublime modestia, con mantener actualizada la preceptiva, y ordenada de modo que el acceso a ella no sea demasiado difícil.
¿O el Doctor Mandinga, en su formidable grandeza acrecentada a la distancia, se resiste de algún modo inefable a ser preterido por la Historia?
Chi lo sà? Atiéndase, si no, a lo que escribió hace 65 años alguien que, por no haber sido jurista, tiene la frescura de juicio propia de la objetividad:
Durante 70 años el Código Civil de Vélez Sársfield ha sido el dictador de la vida civil argentina, porque el Código de aquel eminente jurista ha sido un molde a la República, aún más que la Constitución. La influencia del pensamiento de Vélez Sársfield está presente en todas partes: ha sido el hombre de influencia más efectiva en el país, porque ha estado en los sitios más recónditos de la vida privada, gobernando los actos más íntimos, interviniendo a cada momento en la conducta y señalando una orientación.” [60]


[1]  Burnham, James: “Los Maquiavelistas. Defensores de la libertad”; Bs. As., Olcese, 1986; trad. del inglés de Carlos María Reyles; págs. 124 y pássim.
[2]  Sorel, Georges:  Reflections on Violence”; trad. inglesa de T.E. Hulme cit. por Burnham, op. cit., págs. 126 y 127.
[3]  “Código” proviene del latín: codex-icis, que significa “libro”. Es el sentido del Código de Justiniano y de todos los que en él se inspiraron o apoyaron (c.fr. Corominas, Joan: “Breve diccionario etimológico de la Lengua Castellana”; Madrid, Gredos, 1996 {3rª. ed.}, pág. 157).
[4]  Recopilaciones o compilaciones; c.fr. Llambías, Jorge Joaquín: “Tratado de Derecho Civil. Parte General”, Bs. As., Perrot, 1961; t. I, pág. 166, § 213.
[5]  Consolidaciones; c.fr. op. cit. en nota anterior, § 214, págs. 166/7.
[6]  C.fr. Ferrater Mora, José: “Diccionario de Filosofía”; Barcelona, Ariel, 1999; t. IV, págs. 2.982/5.
[7]  C.fr. Llambías, Jorge Joaquín: “Tratado de Derecho Civil. Parte General”; Bs. As., Perrot, 1961; t. I, págs. 169/70; y Salvat, Raymundo  M.: “Tratado de Derecho Civil. Parte General”; Bs. As., TEA, 1954 (10ª ed.); t. I, págs. 38 y 39.  En la propia Alemania –patria de Savigny– la voz de Thibaut reclamaba la sanción de un código civil único para todos los alemanes, como vehículo sin duda coadyuvante de una unificación nacional que estaba aún pendiente. Alemania fue el último Estado-Nación en Europa occidental.
[8]  Remito, por brevedad, para los apasionantes detalles de esta historia, a Rosa, José María: “Nos, los Representantes del Pueblo. Historia del Congreso de Santa Fe y de la Constitución de 1853; Bs. As., Huemul, 1963 (2ª ed.).
[9]  C.fr. Rosa, José María: “Historia Argentina”; Bs. As., Oriente, 1992; t. VI, pág. 117 y su cita de Fallos de la C.S.J.N.: 19: 236.
[10]  Levene, Ricardo: “Historia del Derecho Argentino”;  Bs. As., Kraft, 1958; t. X, págs. 533/537.
[11]  Téngase en cuenta que el territorio de este Estado se extendía “desde el Arroyo del Medio hasta la entrada de la cordillera en el mar”, incluida la isla de Martín García (Constitución cit. en nota siguiente, art. 2º).
[12]  La cual proclamaba esta soberanía con esta auspiciosa fórmula: “Buenos Aires es un Estado con el libre ejercicio de su soberanía interior y exterior, mientras no la delegue expresamente en un Gobierno Federal” (c.fr. “Textos Constitucionales de Buenos Aires”, La Plata, S.C.J.B.A., 1983, dir. Juan Carlos Corbetta).
[13]  Sarmiento, Domingo: Obras de..., Bs. As., 1899; t. XXVII (“Bosquejo de la biografía de D. Dalmacio Vélez Sársfield”), pág. 388; Izquierdo, Florentino: “Vélez Sársfield y su obra codificadora”, en “Vélez Sársfield: Vida y obra codificadora”, Córdoba, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2001, págs. 80/81.
[14]  Para lo cual lo habilitaba sobradamente la circunstancia de haber sido el autor del Proyecto de un Código Civil para el Estado Oriental del Uruguay, Montevideo, 1852 (c.fr. Levene, op. cit., pág. 545).
[15]  Cámara, Héctor: “La reforma del Código de Comercio del año 1889; Bs. As., Revista de Derecho Comercial y de las Obligaciones nºs. 127/132; Bs. As., Depalma, 1989, pág. 680.
[16]  Izquierdo, Florentino V.: “Vélez Sársfield y su obra codificadora”, en “Vélez Sársfield: Vida y Obra Codificadora”; Córdoba, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, 2001; pág. 77; Cámara, op. cit., pág. 67.
[17]  Sarmiento, op. cit., pág. 390.
[18]  Sarmiento, op. cit., pág. 390.
[19]  C.fr. infra, nota 26.
[20]  Cámara de Senadores del Estado de Buenos Aires, 1859, pág. 58; cit. en Cámara, op. cit., pág. 681.
[21]  Sarmiento, op. cit., pág. 393.
[22]  Izquierdo, op. cit., pág. 107, nota 217.
[23]  C.fr. Schmitt, Carl: “Teoría de la Constitución”; Madrid, Ed. Revista del Derecho Privado, 1934; trad. de Francisco Ayala; pág. 365, § 3; y Xifra Heras, Jorge: “Curso de Derecho Constitucional”, Barcelona, Bosch, 1962; t. 2, págs. 249/255.
[24]  Cámara, op. cit., pág. 681.
[25]  En realidad, tras la capitulación de Urquiza, las provincias, a imitación de éste en 1851, habían “reasumido la soberanía” y “delegado” en el victorioso general Mitre las facultades del poder ejecutivo (Rosa, José María: “Historia Argentina”; Bs. As., Oriente, 1992; t. VI, págs. 423/4).
[26]  Decía éste: “Cuando quiero que un asunto no se resuelva nunca, nombro una comisión”...
[27]  Rosa, José María: “Historia Argentina”; Bs. As., Oriente, 1992; t. VII, pág. 53. En la Argentina, el humor político siempre ha sido particularmente cruel y muy dado a motes y apodos: Salvador María del Carril era en su tiempo el Doctor Lingotes, Nicolás Avellaneda El Chingolo, Sarmiento El Loco y Manuel Moreno (muy aficionado a la química), Don Oxide...
[28]  C.fr. Oliver, Juan Pablo: “El Verdadero Alberdi”; Bs. As., Dictio, 1977, págs. 81/82; con cita a su vez de Nicolás Avellaneda (quien recibió por tradición de su malogrado padre Marco una jugosa anécdota sobre el conocimiento de Cujas). Al parecer –según ella–, cuando Alberdi publicó su primer libro “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”, Bs. As., Imprenta de la Libertad, 1837), sobre el historicismo, lo sometió a la crítica del Dr. Vélez, quien se limitó a exhibirle un ejemplar que poseía del Cujaccio, para que lo conociera por las tapas. Va sin decir que Cujas era citado en el libro del novel escritor... Cujas-Cujaccio (Toulouse, 1522/Bourges, 1590) fue el más grande jurista del siglo XVI, conocedor y glosador profundísimo no sólo del derecho justinianeo sino del de todos los juristas romanos (c.fr. Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana ‘Espasa-Calpe’, Madrid, 1958; t. XVI, pág. 1.065).
[29]  Cosa que reconoce Vélez en las notas a los ars. 6, 7, 8, 51 y 58. Sin embargo, no pudo evitar que se lo acusase de plagio al jurista brasilero. C.fr. nota 34.
[30]  Escribía: “Los códigos son las mejores máquinas de conquista; Napoleón llevaba el suyo entre los armones de sus cañones... el Brasil ha mandado a Buenos Aires la introducción del doctor Freitas... El código civil argentino es la obra de la política del Brasil: si el padre es el general Mitre, don Pedro II es el abuelo...” [!] (“Obras Completas”, Bs. As., edición oficial, 1886, pág. 80/135; cit. en Rosa, José María: “Historia Argentina”, Bs. As., Oriente, 1992; t. VII, p. 54). En descargo del eminente publicista, dígase que existía una profunda conmoción en el país como consecuencia de la catastrófica alianza con el Brasil para la guerra de la Triple Alianza, sobre todo después de la matanza de Curupaytí, debida en buena medida a la inacción del almirante Tamandaré, jefe de la escuadra brasilera que debía silenciar las baterías paraguayas. Y que el francés Eliseo Reclus coincidía con él en la Revue des deux Mondes con las siguientes palabras: “...el Imperio hacía adoptar a la Argentina sus propias leyes con la colaboración de argentinos necios o cómplices” (Rosa, op. cit., págs. 54/55).
[31]  Bases...”, Bs. As., Besançon, 1856; págs. 56/58. El proyecto (art. 67-5) facultaba al Congreso a “legislar en materia civil, comercial y penal” (c.fr. Baeza, Carlos R.: “Exégesis de la Constitución Argentina”; Bs. As., Ábaco, 2000; t. 2, pág. 177).
[32]  Sic: la Constituciónexcluye radicalmente toda idea de un Código Civil. Una federación (y con doble razón una Confederación) es una liga o unión de Estados soberanos que conservan toda la parte de su soberanía no delegada a la unión y cuya delegación es revocable y rescindible, como toda liga. Este modo de existir implica esencialmente la idea de tantas legislaciones civiles como Estados contiene la Confederación”. El Código Civil Federal haría “de la República Argentina en este punto una monstruosidad jurídica” (cit. en Levene, Ricardo:  Historia del Derecho Argentino”; Bs. As., Kraft, 1958; t. X, pág. 600).
[33]  Quien en verdad debió llamarse Dámaso Simón, según el documentado estudio de Izquierdo, Florentino: “Vélez Sársfield y su obra codificadora” ya citado, pág. 47.
[34]  Los principales: llamar “doméstico” o “feroz” no al animal que comete el daño sino a su propietario; y hablar de “hijos concebidos después del fallecimiento del padre” queriendo decir “nacidos” (c.fr. Rosa: “Historia Argentina” cit., pág. 55).
[35]  Anales de Legislación Argentina, t. 1852-1880, pág. 505.
[36]  El Hombre de Autoridad, como lo calificó impecablemente Gálvez, Manuel (“Vida de Sarmiento”, Bs. As., Emecé, 1945). Escribía al efecto Sarmiento (con todo acierto) en El Nacional de 28 agosto 1869: “Tenemos por delante el Código del doctor Dalmacio Vélez Sársfield. Ahora no tiene un colaborador a quien se le atribuya su obra, aunque ya se insinuó en Francia que plagiaba a Freitas o sea servía a los intereses del Brasil” (en Izquierdo, op. cit., págs. 109/110).
[37]  Ley 4.124, llamada de Redención de Capellanías, publicada el 6 octubre 1902.
[38]  C.fr. Levene, Ricardo: “Historia del Derecho Argentino”, Bs. As., Kraft, 1958; t. X, pág. 574, quien no hace sino resumir lo que consigna Vélez en sus Notas y resume en su respuesta a Alberdi en “El Nacional” de 25 mayo 1868 y “La Tribuna” de 29 julio 1868 (Oliver, op. cit., pág. 557).
[39]  No sé por qué, evoco a los druidas y a los zoroastrianos...
[40]  Nietzsche, Friedrich: “Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres”; Madrid, M.E. Editores, 1993 (trad. del alemán de Edmundo Fernández González y Enrique López Castellón).
[41]  El texto constitucional (75-12 desde 1994; antes, desde 1860: 67-11) distingue entre el derecho comercial y el concursal, lo cual evidencia una superioridad metódica notable. Sin embargo, se comprende y comparte sin ambages que, inicialmente, se haya incluido la regulación de las bancarrotas como última parte del corpus comercialista. Un estado organizado no puede prescindir ni de la ley penal ni de una regulación orgánica de las quiebras.
[42]  Titulados, respective: “De las Personas”, “De los Bienes y de las diferentes modificaciones de la Propiedad” y “De las diferentes maneras con que se adquiere la Propiedad”. Cito la edición 1992-1993 de Litec, París, 1992.
[43]  Nota al art. 499.
[44]  Guénon, René: “Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada” (Bs. As., EUdeBA, 1969; trad. del francés de Juan Valmard) relaciona al 4 con la perfección cósmica y encuentra vínculos entre este número y los masones “aceptados” (cap. LXVII –págs. 353/356-, “El ‘Cuatro de Cifra’”). Sarmiento y Mitre eran masones; no sabemos si también Vélez.
[45]  Me inclino a considerar que él fue el responsable de la ordenación final del Código de Comercio, como en su momento sostuvo Sarmiento (“Bosquejo de la biografía de D. Dalmacio Vélez Sársfield”, en Obras Completas, t. XXVII, págs. 299/395; Bs. As., ‘Mariano Moreno’, 1899).
[46] Cito la edición incluida como apéndice al “Manual de Derecho Civil y Comercial” de Messineo, Francesco (Bs. As., EJEA, 1954; trad. de Santiago Sentís Melendo).
[47]  El número de artículos, por de pronto, se redujo a 1.611 (c.fr. Cámara, op. cit., p. 681).
[48]  Cámara, op. cit., págs. 685/689.
[49] Caso de las leyes 111 de Patentes de Invención (11 octubre 1864)  y 928 (30 septiembre 1878) de Warrants.
[50]  Ley 17.418 para los seguros; ley 19.550 para las sociedades; decreto ley 4.776/63 para los cheques; y decreto ley 5.965/63 para las letras de cambio y los pagarés.
[51]  En resumidas cuentas, el iter o periplo que habrá de recorrer será el siguiente: llegará, tras infinitas dificultades y obstáculos (el último es el de la Ley de Sociedades, de 373 artículos), al bloque compuesto por los artículos 450 a 491. Tras una nota que consigna que los 492 a 577 fueron derogados, aparecerán, con su propia numeración naturalmente, los 164 artículos de la Ley de Seguros y llegará así, como por arte de birlibirloque, al artículo 558, que le asegurará una continuidad hasta el 588 (¡vaya concordancia!). Allí se tropezará con los 104 artículos de la Letra de Cambio y el Pagaré, tras los cuales se reencontrará (acá se olvidaron de la consolidación) con el artículo 742 y algunos siguientes... ¿A qué seguir? Trátase de asunto propio de iniciados... (c.fr. nota 44).
[52]  Cámara, op. cit., pág. 682.
[53]  Cito la segunda edición de Abeledo-Perrot, Bs. As., 1987, 171 páginas. Este proyecto fue obra de los juristas Héctor Alegría, Atilio A. y Jorge H. Alterini, Miguel C. Araya, Francisco A. de la Vega, Horacio P. Fargosi, Sergio Le Pera y Ana Isabel Piaggi, convocados por la Comisión Especial legislativa que presidía el Diputado Osvaldo Camisar e integraban los también diputados Carlos G. Spina, Alberto A. Natale, Raúl E. Baglini, Oscar E. Fappiano, José A. Furque y Tomás W. González Cabañas.
[54]  Adviértase el notable número de comercialistas, que equilibra al de civilistas.
[55]  Cito la versión que aparece en www.alterini.org. Para la disidencia de Belluscio, c.fr. “La Ley”, año LXIII, nº 88, de viernes 7 mayo 1999, págs. 1/3.
[56]  C.fr. Rosa, José María: “Historia Argentina”; Bs. As., Oriente, 1992; t. VII, pág. 55. El documento de oposición lleva fecha del 29 septiembre 1869.
[57]  Llambías, Jorge Joaquín: “Tratado de Derecho Civil. Parte General”; Bs. As., Perrot, 1961; t. I, págs. 200/201.
[58]  Ventura, Adrián: “El Código Civil, en espera”, en “La Nación”; Bs. As., 25 agosto 1999.
[59]  Rol tomado de Llambías, op. cit., pág. 174.
[60]  Yaben, Jacinto R. (Cap. Frag. R.): “Biografías Argentinas y Sudamericanas”; Bs. As., Metrópolis, 1940; t. V, pág. 1.090. El énfasis me pertenece.